Por Juan Sasturain
Justo había empezado a leer a Nicolás Olivari, cuando se murió. Recién caído en Buenos Aires y en la facultad, entre Illia y Onganía, yo era un pibe, tenía veintiún años, y él los últimos sesenta y seis que yo tengo ahora. Lo había descubierto en una edición de La musa de la mala pata de Editorial Deucalión, una colección dedicada a Boedo y Florida donde encontré al otro Tuñón, Enrique, con Camas desde un peso. Después leí El gato escaldado que
rescató el Centro Editor, con aquel prólogo programático y provocador que es el equivalente, para la poesía, de lo que fue entonces, para la narrativa, la incitación pugilística arltiana, la tan citada del cross a la mandíbula.
Es obvio que no se leía a Olivari en el ámbito académico, por decirlo así. El veterano Julio Caillet Bois, que teníamos de profesor, no lo incluyó –ni a él ni a Tuñón: Raúl, en este caso– en una antología, preparada para Eudeba, de poetas del primer tercio del siglo XX. Parece mentira.
Pero no, era así. El viejito de pelo blanco, amable y sereno, que aparecía en la contratapa de su libro póstumo de crónicas porteñas, no había sido nunca un escritor cómodo, accesible, compartible sin salvedades. Y mucho menos de muchacho, cuando encarnó lo más saludablemente corrosivo de la vanguardia poética. Así, Olivari, creador múltiple –ya que escribió también cuentos, alguna novela, teatro y radioteatro, crónicas, películas, un tango famoso que grabó Gardel: “La Violeta”–, ha sido un autor temible y temido, difícil de clasificar y sobre todo de manipular críticamente.
Recuerdo que hacia comienzos de los ’70 preparé una antología que nadie me pidió antes, ni publicó después, con un prólogo pretencioso –que he saludablemente perdido– y que por entonces poco era lo que había para leer sobre él: un libro extraño del erudito Bernardo Ezequiel Koremblit: Nicolás Olivari, poeta unicaule (sic), comentarios de Martín Alberto Boneo y –más cerca– una hermosa nota evocativa, un retrato del Olivari final que hizo Paco Urondo, creo que en la primera etapa de La Opinión. Poco más. Al poeta y a los poemas –digo– no había donde leerlos.
Recién hace unos años, cuando El Octavo Loco, con la perspicaz mirada crítica de Ojeda y Carbone, volvió a editarlo en prosa y verso, tras el rescate que significó la re-aparición de El hombre de la baraja y la puñalada en Adriana Hidalgo, el lector pudo volver a encontrarse con “La costurerita que dio aquel mal paso” –un soneto como el de Carriego, pero arrasado de ironía–, “Nuestra vida en folletín”, “Antiguo almacén A la ciudad de Génova” y otras extrañas maravillas, inevitables en la más exigente antología de nuestra poesía contemporánea.
Esa edición cuidada y fervorosa de sus tres primeros libros de poesía, escritos, como los de Borges, a lo largo de aquella década del ‘20 prodigiosa para la lírica argentina, incluye poemas desparejos en calidad, pero uniformados por un inconfundible y poderoso aliento. Es que La amada infiel (1924), La musa de la mala pata (1926) y El gato escaldado (1929) se leen como un único y originalísimo texto poético que no se parece a nada coetáneo. Porque si bien Olivari pertenece a una generación, a una ciudad y a una condición social precisas –que él subraya a menudo–, puesto a escribir rompe con todo, se va de cauce y de causa, patea intencionadamente el tablero. Incluso para el lector que entra sin aviso ni vacuna –o, a la inversa, con prejuicio o preconcepto positivo– suele operar una fuerza centrífuga, una cierta resistencia que impide o dificulta entrarle con facilidad.
En el esquema con que se describe aquel momento de la poesía argentina, se redunda en la oposición Boedo-Florida, el barrio y el centro. Groseramente, la izquierda y el compromiso social estaban de un lado; la vanguardia experimental y el arte por el arte, del otro. Menos Oliverio y la figura magistral de Macedonio, todo el resto de los que vale la pena acordarse eran (de Borges a Marechal y Molinari) pibes brillantes de veintipico. También tenían esa edad los fronterizos y tránsfugas que no encajaban del todo en el esquema simplista: los mencionados González Tuñón, Arlt y este Olivari, nada menos.
La originalidad de ese grupo entre grupos, que no es tal ni programático, resulta, por muchas razones, de lo más interesante. Su obra da cuenta de una mirada y un “estado espiritual” rico en contradicciones –que son las de la ciudad–, menos sujeto a dogmas y más pegado a la calle, sin redencionismo social a la Carriego, ni el turismo urbano del primer Borges. Lo suyo será el grotesco: el ejercicio de un humor amargo ante la sordidez.
Dijimos alguna vez que Olivari viene de los barcos –la raíz tana es muy fuerte, como en los Discépolo–, pero ya no extraña il paese como el ancestro inmediato que alimentó el grotesco; viene del barrio humilde, pero recala en el asfalto y las luces del centro –itinerario tanguero, sin su carga sensiblera–, pero, sobre todo, viene de la literatura: como Arlt se carga de Dostoievski y alucina fuera de programa, Olivari sale a la calle con la cabeza llena de Villon, de Lafforgue, de Baudelaire, y pinta y cuenta desde esos modelos revulsivos. Con vocación de dandy y marginal, se piensa poeta maldito mientras trajina en la redacción de Crítica, rema con “prosa asmática” bajo la tutela del capital. Ahí están las tensiones básicas –lo individual y lo social– entre el ideal y la miseria, belleza y fealdad, todo a flor de piel y sin resolver. El resultado es una tristeza sin melancolía, el tedio sin atenuantes, la rabia destilada en puteada, escupida y mueca; el poema de versos disonantes, cojos, autoconscientes de su rareza.
Hay una pareja clave en casi todos los poemas: por un lado el yo lírico, la voz cantante –el joven enamorado, el periodista asalariado, el cliente ocasional, el paseante cínico–, y enfrente, con el lector de testigo y a veces de interlocutor, ella en sus tres versiones: la novia inicial que compartió los perdidos sueños adolescentes –el cine de barrio encarna ese universo de deseos insatisfechos, de la pantalla a la butaca– y que deviene la sórdida compañera de la rutina matrimonial; la empleadita, dactilógrafa o modista, sometida y expuesta a un mercado perverso y desigual; y finalmente, abyecta y triunfal, la “puta de dos pesos”, la yiranta, la carne callejera que saltó el cerco de la decencia. La novedad no es el tema sino la mirada al ras, solidaria y cruel a la vez: el poeta comparte con la yira –retórica pero sinceramente a la vez– un mismo horizonte de frustraciones sin salida: “Me gustaría tentar otro destino; / pero ya es tarde, / y estamos clausurados por la desdicha / y por la democracia”. Qué bárbaro.
Nicolás Olivari murió el 22 de septiembre de 1966, una primavera como ésta de hace cuarenta y cinco años.
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