sábado, 21 de febrero de 2015

Una entrevista que nos hizo con mucha amabilidad la gente de Eterna Cadencia

Un acto de inconsciencia


por Valeria Tentoni


María de los Angeles Camarasa y Marcelo Rossia abrieron, en marzo de 2010, una librería en Rosario. En ese mismo local donde durante casi veinte años hubo una mercería, ellos repartieron estantes y los cargaron con libros. “Cuando buscábamos el nombre sabíamos que no queríamos nada pretencioso. Buscamos una novela que nos guste a ambos y estuvimos un tiempo dudando entre Los galgos, los galgos de Sara Gallardo y El lugar de Mario Levrero. Nos decidimos por la segunda porque el título era ‘menos literario’ y pasaba desapercibido”, cuentan.


Además de ser una pareja de libreros, lo son en el amor, al igual que los chicos del Club editorial Río Paraná. “Como pareja solemos discutir sobre lo que nos podemos llevar a casa. Es una tensión entre vender y atesorar. Un aprendizaje que va día a día”, explican. Y agregan: “Una librería para nosotros es mantener el equilibrio entre el librero (comerciante) y el librero (lector)”. Si bien, en su mayoría, el material que ofrecen está compuesto por libros usados, “si aparece un lindo título o un lindo proyecto editorial”, lo quieren ahí con ellos. “Lo que nos interesa nuevo es filosofía, psicoanálisis, narrativa, crítica literaria y poesía”.

Les enviamos algunas preguntas y estas fueron sus respuestas:

¿Cómo se convirtieron en lectores?

En mi caso (porque soy el que está escribiendo esto) siempre viví en una casa llena de libros, con mi papá charlábamos siempre de libros y de películas. Recuerdo con cariño mi lectura adolescente de El túnel de Sabato cuando cursaba en un colegio técnico porque tuvo que ver mucho con mi elección por las humanidades. En el caso de Angeles (que está acá a mi lado), ella revisaba los libros de su abuela y se aburría con largas novelas pero a la vez se daba cuenta de que le encantaba leer. La cosa se empezó a poner interesante cuando su papá le regaló novelas de Jack London, Salgari y Socorro de Elsa Bornemann. Eran épocas en que uno no tenía mucho dinero y visitaba librerías de viejo para mirar, desear. Y también refugiarse un poco.

¿Y en libreros? 

Nació como una idea junto a unos amigos de Río IV en una de esas charlas largas sobre cualquier cosa. Era una posibilidad laboral para Angeles ya que yo tenía trabajo. La cuestión fue que apenas empezamos a organizarla me di cuenta de que no iba a poder estar fuera del proyecto y nos convertimos en “socios” por decirlo de alguna manera. Fue una aventura, mínima pero aventura, porque ninguno había sido librero. Ni siquiera comerciante.

¿Cómo fue la apuesta a encarar un proyecto juntos, desde una pareja?

La verdad, y nos vamos dando cuenta mientras te respondemos, es que fue un acto de inconsciencia. No sabíamos si iba a funcionar pero una vez que arrancamos, y después de superar ciertos temores, nos fuimos acomodando. Mezclar pareja y trabajo no parecía una buena idea, pero la verdad es que es una linda manera de compartir los días.

¿Cómo piensan la figura del librero?

En una librería siempre llega gente que sabe mucho más que vos de un tema y si tenés ganas de aprender es un lugar maravilloso para eso. La figura del librero para nosotros es la de alguien que puede aprender de esa gente y hacer que ese conocimiento sirva para que otro se encuentre con lo que estaba buscando.

Y al libro, ¿cómo lo definirían?

Un libro es compañía, una herramienta. Una forma hermosa de acceder al pensamiento de otro y, también, en este momento, tenemos la suerte de que forme parte de nuestro trabajo.

¿Cómo es la relación con los clientes?

No hay un lector. Hay de todo. Es difícil no congeniar con alguien que comparte nuestros gustos. Uno de nuestros lectores predilectos es el que empieza a leer y está explorando. Nos causa una linda envidia saber todo lo que puede llegar a descubrir. También nos encantan los que nos recomiendan títulos y autores, porque desde que abrimos la librería conocimos un montón de literatura a la que no habríamos accedido de otro modo.





¿Cómo es el proceso de encontrar libros usados y elegirlos? ¿Qué buscan en las bibliotecas ajenas para hacer la propia?

Como dice un cliente: “Cuando uno está frente a una biblioteca de otro a punto de comprarla, no hay Internet que valga”. Ahí uno apela a lo que sabe, escuchó por ahí, solapeó o intuyó. Es un vértigo, porque uno se deja llevar por prejuicios que luego no sabe si serán retribuidos. Cada compra de libros es una apuesta, un acto de fe.

¿Cómo definirían el perfil de sus estantes?

Nos gusta saber que elegimos cada libro que hay en nuestros estantes y que siempre hay algo poco frecuente en cada sección. Apenas abrimos estábamos contentos con nuestra selección y se dio que compramos el stock de una librería que iba a cerrar. Como en ese caso no elegimos nosotros el material, la librería se nos puso ajena, rara, y estuvimos deprimidos un par de días porque no habíamos respetado el principio de elegir nosotros cada libro. De ahí en más nos hemos vuelto bastante estrictos respecto a eso. Nos gusta jugar con la idea de que si un día tenemos que cerrar la librería, estos libros bien podrían ser nuestra biblioteca porque nos gusta lo que tenemos.

¿Cómo encuentran el circuito de librerías en Rosario?

Rosario es una ciudad que tiene muy lindas librerías y un público ávido. Hay una tradición grande de librerías de usados en la ciudad, tradición a la que nos encanta sumarnos. Nos llevamos aceptablemente bien entre todas e incluso desde hace unos años organizamos juntos una Feria de Librería de Viejo cada seis meses que funciona muy pero muy bien.

¿Y de editoriales?

Hay un movimiento muy interesante, gente con ganas de aportar nuevos escritores, gente que quiere traducir a olvidados. Se nota que están pasando cosas a ese nivel.

¿Cómo es el vínculo entre los libros de su casa, la biblioteca de su casa y la de la librería? Hay fotos que dan cuenta de que a veces su casa se convierte en depósito también, ¿no?

Una vez nos dijo un colega de Parque Rivadavia que cuando abrís una librería no hay más biblioteca personal. Nos dimos cuenta de que algo de eso hay pero que a la vez no es tan así. Lo que sí nos pasó es que nuestra biblioteca se volvió más amplia y menos fija. Pasan muchos libros por ella, algunos se quedan, otros son leídos rápido y con algo de culpa por haberlos sacado de la librería. Nuestra casa se convirtió durante unos meses (demasiados) en un depósito, pero por suerte este año pudimos armar un lugar donde guardar todos los libros que no entran en nuestra librería y nuestra casa empezó a parecerse a una casa: ¡ahora tenemos un comedor!

¿Qué es lo mejor de su trabajo? ¿Y lo peor?

Lo más lindo es trabajar con algo que te gusta, sentir que estás viviendo de algo que disfrutás hacer. Aprender siempre algo nuevo. Lo peor de este trabajo es cuando te das cuenta que comparte muchas cosas con otras actividades comerciales. El trato permanente con gente a veces te encuentra cansado y con poca paciencia y tenés que lidiar con eso. En esos momentos recordás lo lindo que es estar entre libros y se te pasa.

jueves, 22 de enero de 2015

Sobre la novela "La Capital" de Eça de Queiros

Esta semana en Librería El Lugar recomendamos la novela "La Capital" del escritor portugués Eça de Queirós y compartimos esta reseña con ustedes.





¿Puede, a estas alturas, seguir interesando la novela del provinciano que llega a la ciudad en busca de fortuna y gloria, y nada menos que en teatro, en poesía y en periodismo, como el (más vivo que nunca) Lucien de Rubempré de las Ilusiones perdidas, de Balzac?


Pues sí, sí puede.


Averiguar por qué es lo que va revelando lo extraordinario de esa proeza. Bien es verdad que es de Eça de Queiroz, que consiguió otras semejantes en obras igualmente arquetípicas como El primo Basilio o Los Maias.


La capital es una novela de casi un género que podríamos llamar “del desencanto urbano”, en la tradición generalizada de la novela clásica –Dickens, Dumas y entre otros Balzac, que esta novela cita con regularidad en lo que no puede ser sino un guiño– en la que un provinciano llega a la metrópoli, “la capital”, para dejarse ahí con rapidez y entusiasmo la inocencia, el talento, si alguna vez lo tuvo, la virginidad, si la traía, y por supuesto y ante todo su dinero. El cine es también deudor de esa tradición.


Y respetando escrupulosamente los pasos y los personajes casi arquetípicos: las inocentes y piadosas tías y la buena chica de la provincia de origen, los cagatintas y poetastros que en la capital le hacen la pelota al incauto para sablearlo, el colega periodista que sólo por existir ya quita cualquier gana de volver a leer un periódico, y la vicetiple de oscura belleza, astuta y sin escrúpulos, aquí una fulana española a quien no remuerde exprimir al héroe con unas “malas artes de mujer” de los tiempos en que no existía aún lo políticamente incorrecto: seguro que a Eça lo tienen marginado en alguna cátedra de literatura de la costa Este. Es divertido ver que en Eça de Queirós lo español, siempre potente y prestigioso, cumple con la imagen de alto riesgo que desempeña lo parisino en las novelas de Pérez Galdós, como Fortunata y Jacinta, y otras de la época.


¿Entonces? ¿Por qué seguimos leyendo si, como espectadores de opereta, o de películas de óscar, sabemos qué va a ocurrir? Pues por lo de siempre, que es tan raro de encontrar: por la bondad de la orquesta, el solista y el director. Como siempre con Eça de Queirós –y con todos los buenos escritores–, lo que sin pausa llama la atención es la calidad, que no desfallece nunca, en ritmo, prosa, personajes y hasta trama, aunque la podamos prever porque casi cumple el guión del arquetipo. Quizá lo único que chirría –sólo un instante– es la ingenuidad del héroe, Artur Corvelo, que parece preso del encantamiento de su propia ingenuidad –porque tonto no es– y tampoco desfallece nunca.


¿No recuerda mucho al Quijote y a Madame Bovary, presos ambos de su idealismo…? Es en cierto modo el de cualquier literatura digna de ese nombre, esto es, cualquiera que no pretenda ofrecer como arte la simple fotocopia de la realidad para que el lector se sienta héroe de Homero. U Homero mismo, puesto que a su alcance siempre estará decir: “¡Eso también lo hago yo!”, como el hombrecito que así criticaba en el circo el número de los leones. Y cuando al fin, harto ya, el Tarzán que se jugaba la vida metiendo la cabeza entre las fauces de los animales le grita “¡Pues baje y hágalo!”, el hombrecito baja a la arena y se pone a rugir.


Es decir que la ingenuidad, la inocencia de Artur Corvelo, empeñado en ver una metrópoli en la casposa Lisboa de los libreros mezquinos y la reventa de entradas (aunque recuerde a París); un Parnaso en las pleonásticas reuniones de los poetrastros; el ideal alcanzable de una Beatrice en las tretas y coqueterías de su vicetiple; conspiraciones revolucionarias en los tediosos mítines de los políticos de partido; y poco menos que los bailes de Ana Karenina en las aburridas reuniones de los burgueses tacaños y olorosos a puro. Sin duda esa persistencia en el error, o en el ideal, si se prefiere, es una demostración, casi un alarde. Si alguna vez un chico preguntara; “¿Qué es la literatura?”, podríamos contestarle: eso. Pero no La capital, siéndolo. Sino la poesía en los ojos de Artur Corvelo, que le hace ver el mundo ya transformándolo. Una mirada de poeta.

por PEDRO SORELA

domingo, 5 de octubre de 2014

Sobre "Cartas de cumpleaños", el libro con que Ted Hughes se despide de Sylvia Plath

Esta semana tuve la posibilidad de leer "Cartas de cumpleaños" de Ted Hughes y como me suele pasar después de leer algo así que me sobrepasa comencé a buscar información en internet. Me topé con este excelente texto de Juan Bonilla que ahora comparto en el blog de la librería.


LIBRO VAMPIRO

por Juan Bonilla


Dice la contracubierta: "Más allá de la anécdota biográfica, Cartas de cumpleaños es ya uno de los poemarios fundamentales del siglo XX". De acuerdo a medias. Es como decir que más allá de la Guerra de Troya, la Ilíada es una obra maestra, y sí pero más: la Ilíada es ya la Guerra de Troya, la vampiriza, le da vida eterna, si eso no es una contradicción, la Guerra de Troya sin la Ilíada no sería más que unas vasijas encontradas en un descampado. De igual manera Cartas de cumpleaños, de Ted Hughes, vampiriza la anécdota biográfica de la que parte, -que sin este libro no sería más que un capítulo de la historia universal de la Infamia- y vampiriza también la poesía de Sylvia Plath y vampiriza la poesía anterior de Ted Hughes, elíptica y oscura hasta llegar a este libro vampiro que nos muerde en el cuello o en el corazón y nos vampiriza extendiendo sobre nosotros el mismo dolor, el mismo amor que aquí se han destilado para producirlo. Si el primer cometido de todo poeta es convencer al lector de que se ponga en su lugar -de donde los grandes poetas nos convierten a los lectores en grandes poetas: consiguen que nos pongamos en su lugar-, pocos lugares más desapacibles, trágicos, tremendos que este en el que nos obliga a ponernos Ted Hughes. No es extraño que los murciélagos protagonicen dos de sus más emocionantes poemas y que en uno de ellos la mordedura de un murciélago al que el poeta quiere ayudar a recobrar el vuelo, sea la Muerte.

La anécdota biográfica cabe en una entrada de wikipedia: después de conocerse en una fiesta en 1956, y enamorarse, y salir, y vámonos a vivir juntos y unos años de matrimonio y dos hijos, Ted Hughes abandona a Sylvia Plath enamorado de Assia Wevill y cansado de las crisis nerviosas de su mujer, y Sylvia Plath se suicida en 1963 cuando todavía no había estallado como poeta. Su fama de gran poeta empezó entonces, oscureciendo la de Hughes, que, después del suicidio de Assia Wevill (que mató también a la hija que ambos tuvieron), se vio acosado por una incansable cabalgata de acusaciones que, por vía feminista radical -Fay Weldon a la cabeza-, lo imputaba como culpable de la muerte de Plath. Para defenderse, Ted Hughes guardó silencio mientras el buzón se le llenaba de insultos. Siguió escribiendo. Fue poeta laureado, pero no pudo quitarse de encima la mancha de haber acabado con una de las grandes poetas del siglo XX, y de haber ejercido con mano excesiva su papel de albacea de la obra inédita de la que fuera su mujer -destruyó las páginas de su diario donde Plath se asomaba al abismo del suicidio días antes de suicidarse y los plathianos no creyeron la versión de Hughes según la cual destruyó aquellas páginas para defender a sus hijos, pidieron a un juez que le quitaran ese poder a Hughes para que no siguiera destruyendo a Sylvia Plath. El juez no les oyó.





Un año antes de morir, cuando ya estaba gravemente enfermo, Hughes entrega a su editor un libro que fue componiendo pausadamente en todos esos años de silencio. Un libro que tiene un hándicap fundamental: la lectora para la que ha sido escrito y lo protagoniza e inspira no podrá leerlo. El libro es éste: un monumento funerario, sin duda, pero también una extraña celebración de la vida, una vertiginosa conversación entre fantasmas que, dado su carácter narrativo, dada la casi infalible capacidad del poeta para crear imágenes llenas de materialidad -pocos poetas llenan como él sus poemas de vida concreta, animales, naturaleza, prescindiendo de abstracciones, inyectándoles la fuerza del mito-, leemos como una novela trágica, como una tragedia que hipnotiza. Son 88 poemas. Es muy difícil salir incólume de una experiencia tan dolorosa, decisiva, tan bien cantada o contada. Andrew Motion lo dijo bien: "El libro irrumpe con la fuerza de una emoción que surge de una fuente desconocida y leerlo es como sufrir la descarga de un rayo".

Desde los primeros compases de la historia -dos jóvenes que se conocen y se enamoran, "nuestro futuro intentando acontecer"- hay una pura emoción destilada sin asomo de cursilería. Momentos excepcionales: el poema dedicado al día en que Sylvia Plath empieza a recitarle sus poemas a unas vacas que se quedan quietas, el poema dedicado al 9 de Willow Street donde la pareja se instala, el poema en que Sylvia Plath es atada a la vida por un embarazo, el poema dedicado a la Ouija, ese poema milagroso en el que el poeta se encuentra con alguien que lleva un zorro y no sabe si comprárselo para regalárselo a su mujer y no, al final no se lo compra, y ese hecho es el final del matrimonio (contado así parece una tontería: la poesía de Ted Hughes consigue cargar de sentido y significado el hecho nimio, lo transforma, lo magnifica, lo hace convincente). Los poemas de viaje, los viajes que la pareja hace a Francia, a América, a España (Sylvia Plath detestaba España). El poema Soñadores, que incrusta en la narración la presencia de una extraña mujer de belleza extraordinaria, Assia Wevill. La soñadora que había en ella se enamoró de Hughes y el soñador que había en Hughes se enamoró de ella. El poema Robándome a mí mismo. El poema Vida después de la muerte, lleno de lobos hambrientos con despacho universitario o columna en la prensa. El poema, difícil de leer sin echarse a llorar -en serio- sobre los ojos de Sylvia Plath revividos en los ojos de su hijo. El poema Los perros se están comiendo a vuestra madre, sobre la secta de los plathianos que van troceando el cadáver de la poeta en alegres simposios. El dramatis personae del libro no se acaba en Ted Hughes y Sylvia Plath y sus dos hijos, además de la soñadora Assia Wevill: es muy importante la presencia del Papá de Sylvia Plath, a quien Hughes le hace una visita de ultratumba en otro poema impactante. Alguien, al aparecer el libro, dijo que Hughes utilizaba sus mejores armas para quitarse de encima la culpa de haber arrastrado a la depresión a Sylvia Plath y echárselas al Papá de Sylvia Plath. Aunque es evidente que en el drama, el Papá de Sylvia Plath tiene un peso importante -y un peso culpable-, eso no significa que Hughes trate de descargar la propia culpa compartiéndola: en todo caso la multiplica, y el poeta se echa en cara a sí mismo no haber sabido arrebatar a la amada una relación tan perniciosa como la que construyó con su Papá fascista -a quien dedicó un tremebundo poema.

No sé si Cartas de cumpleaños es uno de los libros de poemas fundamentales del siglo XX. Yo diría que no compite en la misma liga que La tierra baldía, Poeta en Nueva York, Trilce, El guardador de rebaños, Morgue o cualquiera de las muchas obras maestras de la poesía del siglo pasado. Hay aquí un tono, un ímpetu, una emoción, un dolor, un amor, una sabiduría, un no sé qué sagrado -también sangre, sangrado- que nos remite a textos que se salen de lo literario. Es acaso lo más cerca que estuvo la poesía del siglo XX de Shakespeare. Es una revelación, tomando la palabra literalmente: acto de desvelar algo que había permanecido oculto. Eso: Cartas de cumpleaños es un texto sagrado, es decir, revela un secreto sin dejar de guardarlo. Como todo gran poeta Hughes nos obliga a ponernos en su lugar: y es un lugar violento, doloroso, opresor, pero también luminoso, emocionante, intenso. Y después de tanto dolor y tanto amor aplastado, sabio: el lugar que alcanza aquél que ha sabido mantenerse en silencio, haberse comido toda su ira y toda su culpa, y ha procesado todos sus recuerdos para alcanzar a repristinarlos y trascenderlos en un texto sobrecogedor.

La edición de Lumen, con introducción de Andre Jaume, traducción de Luis Antonio de Villena y epílogo de Luna Miguel, es modélica.

domingo, 30 de marzo de 2014

Saul Bellow según Rodrigo Fresán

El otro día disfruté la lectura de "El robo" de Saul Bellow y enseguida me quedé pensando en todos esos escritores que suelen quedar ubicados en un extraño limbo para la mayoría de los lectores argentinos (entre los cuales me incluyo) y me puse a buscar artículos o reseñas sobre él. Sin sorprenderme demasiado encontré que Fresán ya se había dado cuenta mucho antes que yo de lo bien que escribe Bellow. Comparto con los lectores de este blog su artículo escrito en el 2005 a los pocos días de su muerte.

EL LEGADO DE BELLOW


Judío nacido en Canadá, criado con el idish como lengua materna y contrabandeado a Estados Unidos durante su infancia, Saul Bellow decidió desde muy joven apoderarse de dos derechos que no le estaban destinados: ser norteamericano y escribir en inglés. Cincuenta años después había ganado tres National Book Awards, un Pulitzer y el Nobel de Literatura (en 1976). Y –lo más importante– cada una de sus novelas fue recibida con la gratitud y la polémica que sólo se les depara a los libros que cambian el mapa literario para siempre. Philip Roth considera que Bellow hizo por los inmigrantes lo mismo que Colón por los europeos; Ian McEwan cree que amplió para todos la percepción del universo; Arthur Miller, que su obra es un rugido ante el silencio; Martin Amis, que poseía la sabiduría de una tortuga omnisciente. A una semana de su muerte, a los 89 años, Radar rinde homenaje a uno de los grandes escritores del siglo XX.

por Rodrigo Fresán







UNO

En la mayoría de sus fotos, Saul Bellow solía aparecer bajo un sombrero, rostro arrugado desde siempre (Bellow, como Fred Astaire, nació con cara de viejo) y con una sonrisa llena de dientes. Pero mi foto favorita de Bellow es muy distinta. En la foto no hay sonrisa ni sombrero. (Existe, también, una variación “feliz” de esta foto con Bellow riendo y una flamante bebé plácidamente acomodada en el hueco de uno de sus brazos; pero no es una foto interesante.) En la foto que a mí me gusta –mismo día, 15 de junio del 2000, tomada por Jill Krementz, fotógrafa de escritores y esposa de Kurt Vonnegut– hay, sí, un auténtico anciano de ochenta y cinco años que no hacía mucho tiempo había sido padre de una hija junto a su quinta esposa. Pero no es una foto alegre. Es una foto sombría. En esta foto, Bellow aparece solo y acostado en una cama, la cabeza sobre un almohadón, descalzo, con un gato sentado a sus pies y, sobre el pecho, las gafas descansando sobre un libro abierto y boca abajo. En la foto, Bellow mira a cámara resignado y –seguro– con ganas de que lo dejen solo para poder seguir leyendo, pensando, escribiendo. Porque si algo distinguió a Bellow, creo, es que podía hacer las tres cosas al mismo tiempo.

DOS

¿Y de qué tratan los relatos y novelas de Bellow? Difícil decirlo; casi imposible reducirlas a historias o sintetizar sus tramas que nunca se caracterizaron por su contención o sencillez. Digamos –a falta de una respuesta mejor– que la obra de Bellow trata de nombres. Pocos escritores desde Dickens pusieron más nombres en las portadas de sus libros; y aquí vienen Augie March, Henderson, Herzog, Mosby, Mr. Sammler, Humboldt, Ravelstein. Y cuando los nombres no están en el título están a lo largo y ancho de las páginas y pueden llamarse Joseph (The Victim), Asa Leventhal (Dangling Man), Tommy Wilhelm (Seize the Day), Albert Corde (The Dean’s December), Kenneth Trachtenberg & Benn Crader (More Die of a Heartbreak), Harry Trellman (The Actual) y –en cuentos y textos breves– Zetland, Harry Foster, Billy Rose, Wilder Velde, Rob Rexler... Todos ellos siempre acompañados y casi siempre torturados por mujeres bellísimas de astucia casi criminal y –nada es casual– alguna de ellas hasta es argentina.

Y tal vez sea conveniente que me explique mejor: cuando digo que los libros de Bellow tratan de nombres en realidad quiero decir que tratan de lo que viven y sienten esos nombres. Las vidas no suelen tener reflejos automáticos o modales prolijos y no acostumbran ordenarse a la hora de ser narradas; y esa fue la misión que se impuso y que cumplió Bellow: contar el desorden de las vidas de esos nombres desde adentro de las mentes de esas personas que, por lo general, eran transparentes alter-egos suyos. Digámoslo así: jamás hubo un escritor más literal y literariamente cerebral que Saul Bellow.

TRES

Y algunas cosas que dijo Bellow en 1967 en su entrevista para The Paris Review: “Yo creo que la literatura realista, desde un principio, ha hablado de las víctimas. Del individuo común y corriente –y la literatura realista siempre se ocupa de individuos comunes y corrientes– en lucha contra el mundo externo que, naturalmente, acaba por vencerlo... La corriente realista tiende a poner en tela de juicio el significado humano de los sucesos y de las cosas. La medida de nuestro realismo es la medida de nuestra propia amenaza contra el arte que practicamos. El realismo ha aceptado y rechazado invariablemente las circunstancias de la vida diaria. Aceptó escribir sobre la vida diaria, pero intentó hacerlo recurriendo a procedimientos extraordinarios. Este es el caso de Flaubert. El asunto puede ser ordinario, ruin, degradante, pero redimido por el arte. El ambiente sugiere la forma, el estilo en que debe ser presentado. Yo trabajo apoyado en ese fundamento... Cuando escribo, pienso en algún ser humano que pueda comprenderme. Esto lo tomo muy en cuenta. Pero no pienso en ningún lector ideal. Permítame añadir esto: cuando escribo me acepto a ojos cerrados, como ese excéntrico que no puede concebir que alguien no comprenda con absoluta claridad todas sus excentricidades”.

CUATRO

Bellow, hijo de inmigrantes, nació en una barriada judía de Lachine, Canadá, en 1915; pero su familia cruzó el lago y la frontera cuando él tenía nueve años y desde entonces se consideró un “hijo de Chicago”. Los especialistas lo responsabilizan –a partir de la publicación en 1953 de la desaforada y explosiva The Adventures of Augie March, novela a la que su auto-adoptado hijo de tinta Martin Amis y Christopher Hitchens no vacilan en considerar la Gran Novela Americana– de haber liberado a las letras norteamericanas de las cadenas del pasado y haberlas lanzado hasta este presente (“Intentando inventar una nueva forma de oración en inglés”, según su propio autor) donde Bellow reinó hasta la noche de su muerte.

En 1987 y en 1989, la revista Esquire –a la hora de sus hoy extinguidos y tan añorados Fiction Issues– no había dudado en colocarlo en el centro flamígero de un hipotético mapa cósmico o en la cima de una pirámide secreta hecha con post-its donde se extinguían como estrellas muertas o se despegaban desde las alturas los nombres del establishment ficcionalista de los Estados Unidos que en ocasiones lo acusó, siempre en voz baja, de varias cosas. Elitista, vengativo, misógino, soberbio, machista, cruel, invento de la intelectualidad judía necesitada de un “Gran Escritor” y demasiado indiscreto a la hora de utilizar episodios lamentables de las vidas de amigos y conocidos, solían ser los cargos más frecuentes. Y ya saben: Von Humboldt Fleischer es el retrato apenas velado del poeta Delmore Schwartz, Abe Ravelstein no intenta siquiera esconder al polémico Allan Bloom, y Jehová proteja a las ex esposas de Bellow.

Y la demorada y obsesiva biografía que James Atlas le dedicó a finales del 2000 puso en evidencia lo que cualquiera de sus admirados lectores sospechaban: la persona Bellow no era lo que se dice alguien perfecto y mucho menos simpático. Esa persona era, sí, alguien exactamente igual a cualquiera de sus personajes. Especialmente el cornudo y al borde del más ilustrado y epistolar de los brotes psicóticos Moses Herzog, protagonista del fácilmente decodificable roman à clef de 1964 donde Bellow cuenta el estruendoso Apocalipsis de uno de sus tantos matrimonios. Para algo sirven los divorcios después de todo, descubrió enseguida Bellow, quien solía definirse como “marido serial”, agregando con generoso egoísmo: “He dedicado una enorme cantidad de tiempo a las mujeres, y si pudiera volver a empezar lo haría de una manera completamente diferente... Me casé varias veces, y tenía perfectamente en claro cuáles serían mis fines para cada una de esas parejas; pero nunca pensé en los fines de ellas. Y así, de pronto, me descubrí una y otra vez arrastrado lejos de mis profundas prioridades”.

Y ya lo dijo él: literatura realista = víctimas.

CINCO

Y de haber reincidido Esquire cualquier día de éstos con la maniobra estilo hit-parade, la situación no habría cambiado: Bellow –ganador de todos los premios importantes incluyendo el Nobel de 1976– continuaría en la cúspide y en el sol. Y Philip Roth (a quien, no está de más recordarlo, Bellow le robó una novia que no demoró en convertirse en Mrs. Bellow Nº 3), John Updike y Norman Mailer orbitando a su alrededor –felices, humildes o a regañadientes, según el caso– con la cabeza gacha.

Lo que es comprensible pero, al mismo tiempo, misterioso: está claro que las ficciones de Bellow –y su feroz e hiperreflexivo realismo sin trucos formales y rebosante de detalles sobrenaturales en su epifánica precisión– parecen por momento no haber envejecido del todo bien, quizá porque cada uno de sus libros se ocupa de momentos muy puntuales y pasajeros de la zeitgeist norteamericana. Es decir: Bellow no es ni aspira a la universalidad a partir de lo íntimo, pero sí consigue ser un novelista “histórico” en todos los sentidos de la palabra. Bellow no es Faulkner ni Fitzgerald ni el Hemingway de los cuentos, aunque sea más inteligente que todos ellos juntos. Su prosa está muy lejos de la belleza y potencia lírica de la de Cheever, pero es más afilada y aguda y muerde mejor. Bellow siempre dijo ser “poco sofisticado”, pero pocos más elegantes que él a la hora de dramatizar un pensamiento. Sus ligeros plots –en realidad bosquejos escenográficos– casi siempre sucumben al peso de sus contundentes ideas; pero aun así uno no para de preguntarse “¿Qué va a pasar ahora?”. Su lectura no es sencilla y, en ocasiones, suena a una versión high-brow de las turbulencias del reciente suicida Hunter S. Thompson; pero de pronto se congela en la más absoluta de las claridades cuando se trata de contarnos lo que se siente cuando se experimenta exactamente eso. Su “escuela” es más difusa, su “estilo” un tanto irregular y espasmódico; y –en lo que a mí respecta– Roth supo cómo superarlo casi enseguida con una aplicación mucho más sofisticada y moderna de lo metaficcional y lo sexual en los carnales Portnoy, Zuckerman y Sabbath.

Aun así Bellow llegó primero y abrió la puerta (aunque en la privacidad de sus Diarios Cheever, colega y admirador y amigo, se quejara con un “Mucho antes de que apareciera Augie March yo ya escribía en jerga en primera persona”) y se puso el sombrero. Y sonrió.

Y los “héroes” de Bellow –los nombres de Bellow– siguen ahí. Alcanza con abrir al azar cualquiera de sus libros para encontrarse con esa particular y exacta manera de posar los ojos sobre cosas y personas y, enseguida, pensarlas y, al ponerlas por escrito, dotar de un brillo entre heroico y esperpéntico a cualquiera que pase por ahí. La gloria de Bellow pasa por el modo en que combina inteligencia e ingenuidad, las inserta dentro de un hombre de papel y lo deja suelto y a ver qué pasa.

Y está claro que sin Bellow hoy no tendríamos a buena parte de Woody Allen (Hannah y sus hermanas y Crímenes y pecados y Maridos y esposas son films inequívocamente bellowianos; Allen, como Bellow, también parece fluctuar entre el drama y la comedia) y que entonces la etiqueta de gran escritor de “lo judío” habría sido aplicada a Isaac Bashevis Singer o a Bernard Malamud quien en Dubin’s Life fue casi más Bellow que Bellow. Lo que no quita que Bellow siempre se haya resistido a ser catalogado por sus orígenes religiosos y –al ser interrogado sobre el tema en una entrevista de 1973– se refirió muy claramente al asunto: “Todo eso es un invento de los periodistas, los críticos y los académicos. Soy muy consciente de que soy judío y americano y escritor. Pero también soy un fan del hockey. Y nadie habla de eso. Pareciera haber mil ictiólogos por cada pez en el océano. Y lo cierto es que no se le deben hacer preguntas del tipo ictiológico a un pez, porque éste jamás sabrá nada sobre ciencias. Yo estoy completamente seguro de no saber nada. En ocasiones asciendo a la superficie y asomo la cabeza por encima del agua y veo a todos estos tipos estudiándome, pero yo no siento la menor curiosidad o deseo de estudiarlos a ellos”.

De acuerdo, Bellow pintó su aldea como pocos y narró desde esa tensa línea que separa a la carcajada de la mueca y –nada es casual, las metáforas suelen ser boomerangs– muchos años después casi se muere al intoxicarse con un pescado traicionero. Pero también es cierto que lo suyo no tenía fronteras, que nunca demoramos en morder el anzuelo de sus libros, y que pocos como él supieron traducir a letras lo que es ser feliz, ser triste, ser inteligente, ser.

SEIS

En 1997, en un programa para la BBC, Bellow fue entrevistado por su discípulo Martin Amis quien –con partes exactas de respeto y curiosidad– le preguntó qué pensaba respecto de la muerte. Bellow respondió claro y despacio: “Hay momentos a lo largo del día en que me siento como si ya estuviera contemplando mi vida pasada desde el Más Allá. A la edad que tengo ya me he familiarizado tanto con la posibilidad de una muerte inminente que es como si ya viera el mundo con los ojos de un muerto... En cuanto a la existencia de una vida después de esta vida... bueno... me resulta imposible creer en algo así; porque no hay ningún motivo ni evidencia racional de que así sea. Pero sí tengo una intuición que persiste y que no llega a ser siquiera una esperanza, porque tal vez lo mejor sería desaparecer por completo. Algo a lo que me gusta llamar ‘impulsos amorosos’. Pienso en cuán agradable sería volver a ver a mi madre y a mi padre y a mis hermanos. Ver otra vez a mis muertos. Y que ellos me cuenten todas las cosas que necesito saber y que tanto necesité que me cuenten durante todos estos años. Pero enseguida me digo: ‘¿Cuánto durarían esos momentos?’ Tenemos que imaginar a la eternidad como un alma consciente. Así que lo único que pienso es que, en la muerte, todos nos convertimos en aprendices de Dios. Y que entonces, por fin, nos son revelados los verdaderos secretos del universo”.

SIETE

La muerte de Bellow ha sido una mala pero inevitable noticia –tenía 89 años de edad, después de todo–, pero algo de bueno y de inteligente trajo a estos días necrológicos y perturbados por alucinaciones vaticanas, luto monegasco y accidentadas nupcias windsorianas.

Y, suele ocurrir, obligó sin esfuerzo a la revisión apesadumbrada pero al mismo tiempo gozosa. Porque –digámoslo– Bellow es uno de esos escritores que se disfrutan todavía más en la relectura que en la primera visita. Bellow fue y es, también, uno de esos escritores cuya lectura cura y ayuda a una más pronta cicatrización. Y –no podía ser de otro modo– es Bellow quien ahora alivia la pena de saber que ya no habrá nuevos libros de Bellow; aunque, quién sabe, tal vez se publiquen los fragmentos de manuscritos abandonados como A Case of Love o All the Marbles Left.

Y, por supuesto, todos tienen su Bellow favorito y, en los últimos tiempos, el estruendo jubiloso de The Adventures of Augie March ha sido suplantado –en las simpatías de los estudiosos– por el sombrío eco de The Planet of Mr. Sammler (1970) o por esa variación temprana y kafkiana que es The Victim (1947). Y –si de novela corta se trata– existe un amplio consenso en cuanto a que Seize the Day (1956) nunca fue superada y que aguanta hasta su adaptación cinematográfica con Robin Williams en el rol protagonista.

En lo personal, a la hora de las largas distancias, me quedo con la desatada y casi alucinógena picaresca intelectual de Humboldt’s Gift (1975). Y, si se trata de ser breve, con esos dos relatos escritos casi al final –“By the St. Lawrence” y “Something to Remember Me By”– abriendo y cerrando sus Collected Stories (2001) y recordando desde el crepúsculo infancias y juventudes: esa prehistoria jamás fósil de todo escritor terráqueo y ese convencimiento inocente pero sabio al permitirse creer que “después de todo, es posible que en el universo existan verdades amigas”.

Y, claro, con esa foto: allí un Bellow horizontal –un anciano y sabio delfín– nos mira mirarlo sabiendo que, observándolo a él, nos vemos a nosotros y así, de golpe, en la portada de sus libros, creemos leer nuestro nombre.

De semejantes ilusiones ópticas está hecha la indiscutible certeza de los verdaderos clásicos.

sábado, 23 de noviembre de 2013

La música de Nietzsche

Gracias a un amigo de la librería al que le conté mi admiración por la revista de poesía EL JABALÍ (que dirigía Daniel Chirom) y de la que me faltan algunos números, empezó una breve historia que me llevó a conseguir un número que le faltaba a mi colección. Por estas cosas de las redes sociales Sebastián Riestra se enteró de mi búsqueda y me ofreció el último número (el 19) que salió con la dirección de Chirom antes de fallecer. Al leerla encontré un muy buen artículo sobre la música compuesta por Friedrich Nietzche que me pareció interesante compartirlo en nuestro blog.



La música de Nietzsche

por Sebastián Riestra



En 1976 se dieron a conocer al mundo las composiciones musicales 
de Nietzsche; escritas durante su juventud, abarcan una gran cantidad
de géneros y constituyen un tesoro que, para muchos, permanece oculto.


“Sin la música, la vida sería un error”, escribió Friedrich Nietzsche en Crepúsculo de los ídolos. La frase no deja ningún espacio para la duda: el gran filósofo alemán nacido en Röcken el 15 de octubre de 1844 y muerto en Weimar el 25 de agosto de 1900, tenía una segunda lengua natal, la que se escribe sobre el pentagrama.Conocida es la íntima relación del pensamiento nietzscheano con la música. Su fervor por la obra y la persona de Richard Wagner, luego transformado en visceral rechazo, dio origen a su primer libro, El nacimiento de la tragedia (1871). En esa obra intensa y seminal, cargada de rasgos poéticos, la apasionada visión de la antigua Grecia que despliega Nietzsche –vertebrada sobre dos conceptos enfrentados, lo “apolíneo” y lo “dionisíaco”– fue clave para que muchos lectores se aproximaran de otro modo, mucho más vital, a un pasado que los manuales de historia han perfumado de naftalina.En El nacimiento de la tragedia –originalmente llamado “El origen de la tragedia a partir del espíritu de la música”– están muchas de las páginas más bellas que sobre la música como arte se hayan escrito. Nietzsche no hablaba del asunto desde afuera: además de un dotado pianista, fue también un estimable compositor.En 1976, el autor de una monumental biografía del filósofo (publicada en español en cuatro tomos por Alianza Editorial) dio a conocer al mundo sus composiciones musicales. Curt Paul Janz, experto si los hay en la vida y obra nietzscheanas, compartía así un legado que permanecía virtualmente desconocido. Distintas grabaciones han registrado más tarde este tesoro oculto.Las composiciones del creador de Así habló Zaratustra, compuestas en su gran mayoría durante la juventud, abarcan varios géneros: obras para piano solista y para piano a cuatro manos, para violín y piano, para piano y voz, para piano y coro, para coro. Jamás incurrió en el rubro orquestal, para el cual todo indica que sus conocimientos técnicos no estaban lo suficientemente desarrollados.Sus gustos musicales, antes del descubrimiento del genio wagneriano, pasaban por compositores anteriores a su propia época: Palestrina, Bach, Haendel, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann. Sin embargo, entre sus preferencias no figuraba Franz (Ferenc) Liszt, el padre de la mujer de Richard Wagner, Cosima (antes, esposa del gran director y pianista Hans von Bülow).Pero después llegaría el deslumbramiento: pese a la resistencia inicial, cayó rendido a los pies de Wagner tras estudiar en 1866 las partituras de Lohengrin y Tristán e Isolda, y sobre todo en una crucial jornada de octubre de 1868, cuando escuchó las oberturas de Tristán y de Los maestros cantores de Nuremberg. “Soy absolutamente incapaz de criticar esa música a sangre fría. Ella hace vibrar cada fibra, cada nervio en mí”, escribió la noche de ese día.Sin embargo, sus intentos como compositor están a años luz de las densas complejidades wagnerianas. Su obra puede ser considerada como el logro de un sólido amateur, que nunca logró trascender la esfera de lo íntimo.Wagner mismo nunca se interesó más que superficialmente por la obra musical de su polémico y talentoso admirador: cuando Nietzsche interpretó al piano para él una de sus miniaturas, el coloso se levantó de su asiento antes de que el filósofo terminara la ejecución. En consonancia con la indiferencia olímpica del creador de Parsifal, Hans von Bülow fue letal con las ilusiones nietzscheanas cuando juzgó la Meditación de Manfred, partitura que Friedrich le había enviado. En una misiva fechada el 24 de julio de 1874, el director –famoso en el ambiente por su pésimo carácter– opinó de manera tajante: “Nunca había visto algo igual en papel pautado. Es una violación de Euterpe (musa de la música)... Aparte del interés psicológico, su «Meditación», desde el punto de vista musical, no tiene otro valor que el que tiene un crimen en el orden moral”.Nietzsche asimilará con dignidad el duro golpe. Pero prácticamente ya no volverá a componer con seriedad. La única excepción destacada a tal regla emanará de su amor por Lou Andreas Salomé. Entusiasmado con un poema de la bella y joven rusa que, más tarde, también seducirá a Rainer Maria Rilke y Sigmund Freud, Gebet an das Leben (“Himno a la vida”) –cuyo texto ve afín con su propio pensamiento–, Nietzsche se sentará ante el piano para ponerle música.




En compact disc


Los registros discográficos de las composiciones de Nietzsche merecen ser recorridos. Sobre todo las canciones entonadas por el legendario barítono berlinés Dietrich Fischer-Dieskau, experto en el repertorio liederístico.
También se consiguen en el mercado, no sin esfuerzo, dos CD’s grabados en Canadá que incluyen composiciones para piano, para piano y voz –femenina y masculina–, para piano y coro y para violín y piano. El nivel de estos trabajos es alto y permite disfrutar sin obstáculos de la ternura y juvenil alegría de las piezas nietzscheanas.Sin grandes ambiciones, pero frescas y no carentes de belleza melódica, estas obras pueden deparar gratos momentos de escucha y complementar felizmente la lectura de sus libros y biografía. Si el paladar no estuviera todo lo entrenado que se necesita para valorar la canción de cámara alemana, tal vez sean las obras para piano –un destacado ejemplo es la extensa Ermanarisch– y sobre todo la deliciosa “Noche de Año Nuevo” (Eine Sylvesternacht), para violín y piano, de 1864, las elecciones más adecuadas para disfrutar de la música del hombre que escribió La genealogía de la moral.“¿Qué quiere de la música mi cuerpo entero? Puesto que no existe el alma... quiere, creo, su alivio: como si todas las funciones animales debieran ser aceleradas por ritmos ligeros, audaces, turbulentos; como si el acero y el plomo de la vida debieran olvidar su pesantez gracias al oro, la ternura y la untuosidad de las melodías. Mi melancolía quiere reposar entre los escondrijos y abismos de la perfección: he ahí por qué tengo necesidad de la música”, escribió en el libro que corona su etapa “positivista”, La ciencia jovial, mejor conocido por La gaya ciencia. Y es que para Nietzsche la música era liberación del yo e integración plena con el universo. Y adonde iba, ella –mujer al fin– lo acompañaba.Si se vuelve a ver una película tan olvidada como controversial, “Más allá del bien y del mal”, de la italiana Liliana Cavani (1977), podrá observarse claramente cómo el piano –presencia habitual en los salones de la época, dado que no existían aún otros medios para reproducir música– acompañó al filósofo durante toda su vida. Incluso durante el largo crepúsculo de la locura que precedió a su muerte, sentarse frente al instrumento le proporcionaba una paz de la cual ya iba a carecer para siempre.Ese amor sin eufemismos fue para él una de sus grandes alegrías y acaso el mayor de sus consuelos (concepto, vale aclarar, que él detestaba cuando se lo relacionaba con la esfera metafísica).Para nosotros, deudores constantes de su valiente genio, el discreto fulgor que emana de su música es otro motivo para sentir agradecimiento hacia quien logró que vida y filosofía se hicieran hermanas.

Sebastián Riestra

lunes, 14 de octubre de 2013

Dos programas de TODO TIENE QUE VER CON TODO

Comparto los programas del 1-10-2013 dedicado a un ranking de la revista Rolling Stone sobre canciones del rock nacional relacionadas con libros y escritores:


Click aquí para escuchar el programa




y el del 8-10-2013 dedicado a la clásica obra de William Shakespeare, "Romeo y Julieta", y a algunas cnaciones que se inspiraron en esta obra.


Click aquí para escuchar este programa



La semana que viene el programa va a estar dedicado al libro "La utopía de la copia. El pop como irritación" de Mercedes Bunz.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Esa veleidad literaria del rock

Esta semana intenté el cruce entre literatura y rock teniendo en cuenta los intentos literarios de cuatro
figuras del rock (internacional y nacional) Bob Dylan, John Lennon y Luis Alberto Spinetta y Fito Páez.
Le damos una pispeada a los libros que publicaron y a la música que crearon más o menos en el mismo
momento de la aparición de sus libros.

Ya volveremos sobre el tema porque hay un montón de cosas que quedaron afuera del último
programa de TODO TIENE QUE VER CON TODO.  Bajo la imagen el link para escuchar el
último programa.