miércoles, 31 de agosto de 2011

Entrevista a Richard Price

Richard Price: “Los barrios de Nueva York ya no existen como tales”

Foto © Ralph Gibson

Richard Price está harto de la tele. De que le pregunten constantemente sobre The Wire, serie despreciada en su momento, de la que fue un guionista más, y ahora encumbrada gracias a la crítica y a los seguidores que la han descubierto en DVD. Sin embargo, a pesar de esa especie de actitud pasiva ante el fenómeno, Price es un autor que se ha nutrido del poder de la imagen para potenciar su estilo y darle forma a una narrativa que, como él mismo manifiesta en esta entrevista, ha logrado sintetizar al máximo (clara consecuencia de sus piezas para cine -El color del dinero, Clockers- o la propia The Wire).


Nosotros hablaremos con el novelista. El que presenta La vida fácil (Mondadori), su nueva obra. Un interesante viaje a las entrañas del Lower East Side, barrio multiétnico en el que conviven personajes de diferentes estratos. Un asesinato común acaba convirtiéndose en una larga investigación que conducirá a dos detectives, Matty y Yolonda, a las entrañas del barrio y a luchar contra la presión de la urbe, la que ejerce el padre de la víctima, y la que proviene de la desesperación provocada por las injusticias sociales.


Antes de empezar, nos confiesa, está haciendo fotos a todos los que le entrevistan, haciéndome recordar al gran cineasta Brian De Palma, quien filma con su videocámara a los periodistas durante sus ruedas de prensa. Según Price, “es la vida”.


¿Tu vida son fotos?


Las fotos ayudan… (risas) No, es que acabo de comprarme la cámara.


La vida fácil es tu octava novela. ¿Qué impresión te produce el impacto que está teniendo tu trabajo, después de tantos años retratando la vida urbana y marginal de Nueva York?


Cuando escribes un libro en realidad tienes un único punto de partida. Hay gente que piensa que, cuando ya has logrado un cierto nivel de éxito, te puedes relajar. Pero en absoluto es así. Yo no tengo ni idea de lo que significa la palabra “relajo”. Cada libro conlleva unas determinadas angustias y preocupaciones. Y a mi me preocupa absolutamente todo lo que trae consigo escribir un libro. Es cierto que, con el tiempo, adquieres confianza en tí mismo, porque sabes que has hecho cosas antes que han sido bien recibidas, pero eso no significa que lo que venga después sea bueno o tenga éxito. Por lo tanto, para mí, cada libro que comienzo es un primer trabajo.


Esta nueva novela es densa, algo compleja por las características narrativas que utilizas, pero, también, logras que sea fácil de leer, incluso con los inconvenientes que representa el focalizar los hechos en un ámbito localista tan duro y particular como el East Side. Hay una fluidez que invita a pensar que te dejas llevar a partir de ese inicio que comentabas, sin llegar a controlar del todo a los personajes y sus situaciones.


Sí, es la diferencia entre la complejidad de la vida particular de cada personaje y la búsqueda de una escritura cada vez más fluida. A medida que me hago mayor, tengo menos necesidad de explicar las cosas, es como si pudiera encontrar con un simple gesto o una frase, la clave, la esencia misma del personaje. Antes, hace años, necesitaba explicar, describir, una y otra vez, y ahora soy más minimalista. Describo, no sé, el mobiliario de una habitación, de la manera más simple posible.




¿Es ese uno de los motivos por los que los diálogos representan el peso fundamental de tus obras, en detrimento de las descripciones o del uso exagerado de la voz narrativa?


Bueno, para mí son importantes ambas cosas: la narración y el diálogo. Lo que ocurre es que intento que las descripciones sean más precisas y menos elaboradas. Pero, si te fijas, ese recurso también lo utilizo en los diálogos, hay una comunión en ambos aspectos del libro, aunque parece que se destaque más lo segundo. Lo que he conseguido siendo escueto es reducir el número de páginas. Mis primeras novelas quizás tendrían ahora doscientas páginas menos y explicarían exactamente lo mismo. Antes me explayaba mucho, ahora saco toda la paja.


El Lower East Side se convierte en el personaje más importante de La vida fácil.


Sí. La ubicación se ha convertido en un gran personaje en mi obra. Es el más importante. Antes no era así, se mantenía como el tercero o cuarto protagonista, por debajo de los individuos. Aquí es el primero, es el que contiene todo el mundo que se desarrolla en él.


Es un barrio muy peculiar. Ha sido el que ha cambiado de manera más espectacular y evidente, pasando a ser, de un ambiente marginal, a otro totalmente elitista. ¿Has visto cambios tan profundos en otras zonas de Nueva York?


Sí, Harlem es el que ha experimentado más cambios en los últimos tiempos. Es en el que vivo y sobre el que estoy escribiendo ahora. Por supuesto, una vez más, será el personaje clave del libro. En cualquier caso, ya no podemos hablar de barrios, propiamente dichos, en Nueva York. Tribeca, Soho, Greenwich… han desaparecido como tales, porque la gente que vivía en estas zonas se ha marchado y ahora viven allí personas ricas. Los nuevos vecinos no tienen ningún tipo de afinidad personal con el ambiente físico en el que viven.


Y toda esa gente que vivía en estos barrios, ¿dónde ha ido?


(Se encoge de hombros, risas)


Es una pregunta que también me hago. De repente, un barrio de casas bajas desaparece, construyen grandes rascacielos y pienso: “¿Y la gente que vivía aquí?”. Pero, en realidad, sí lo sé. Por ejemplo, la gente de Harlem se ha ido a Pennsylvania, a una zona que se llama Reading. Y esto lo sé porque está demostrado estadísticamente que los detectives de homicidios, cuando han de investigar crímenes cometidos tiempo atrás en Harlem, hacen infinidad de viajes hasta allí, de lo que se deduce que muchísima gente del barrio se ha ido a ese lugar. ¿Por qué? Va uno, descubre que no se está mal, llama al colega y, al final, se desplaza una comunidad entera. Además, el Estado ofrece ayudas, un tipo de subsidio que está garantizado cuando, por el ordenamiento del territorio, es el propio Estado quien te obliga a salir de tu casa. Te ofrecen un dinero para establecerte en otro lugar. Pero bueno, es como si tuvieran una escoba y les faltara el recogedor: trasladan lo que les molesta de un lado a otro, lo esconden debajo de la alfombra o en los rincones, para que no molesten, sin resolver nada.


Hay dos personajes en la novela que utilizas como recurso para conectar al resto de individuos que aparecen en ella: los detectives Matty y Yolonda. Son registros muy particulares y difíciles de encontrar en narrativa. Creo que Yolonda está inspirada en alguien que conoces.


Los dos están basados en personajes reales. Y además pasé mucho tiempo con ellos. A veces pienso que Dios pone a mi alcance personas como las que me inspiraron, porque ¡claro que has de utilizar tu creatividad y la ficción!, pero es que estos personajes son tan brillantes y tan buenos que lo que quieres es llegar a mostrarlos tal y como son. Y sí, Yolonda está inspirada en una detective de primer grado. Es una mujer puertorriqueña muy especial, de las que no hay. ¡Una psicópata genial! ¿Por qué lo digo? Mira, era capaz de entrar en una sala de interrogatorios con un individuo que acababa de cometer un asesinato, desarrollaba una empatía brutal con la persona a la que estaba interrogando, hasta el punto de que ambos acababan llorando. Ella se mostraba como la hermana que el asesino nunca habia tenido, o la madre que le había abandonado siendo niño. Cuando acababa, el detenido incluso le pedía continuar el contacto, todo muy emotivo. En cuanto ella salía y cerraba la puerta, cambiaba la cara como diciendo “a este le caen treinta años. Venga, el siguiente”.


La impresión que ofreces, por tus novelas y guiones, es la de ser un autor que pisa mucho la calle, que habla con la gente, que no es un escritor “de despacho”. ¿Es así?


Paso mucho tiempo pululando, deambulando por las calles, probablemente tanto o más que escribiendo. Pero todo lo que escribo después de mis paseos es ficción. Hay una gran diferencia entre entender el mundo que quieres describir, verlo, sentirlo, y lo que resulta después, cuando llegas a casa y buscas las alegorías, las metáforas, que representen lo que has visto y sentido.


¿Has tenido problemas para escribir sobre el trabajo de la policía? A diferencia de las fuerzas de seguridad europeas, que son muy receptivas con los autores de ficción, para que puedan ofrecer una descripción realista del procedimental, las de tu país parecen ser más prudentes y restrictivas.


Depende del nivel de protección que establezca la burocracia del sistema. Se tiene que pedir permiso en el departamento correspondiente. Hay jefes de departamento que son terriblemente paranoicos y empiezan a preguntar de qué manera lo vas a presentar, si será en tono crítico, o positivo… Luego, además del tema burocrático, está la visión individual del policía con el que tengas que estar. Nuevamente te encontrarás con algunos más abiertos y con otros que quieren controlar todo lo que haces y escribes. Ellos saben en todo momento cómo y dónde te quieren.


¿Richard Price se considera pesimista u optimista bien informado?


Cuando estoy escibiendo sobre un mundo determinado, durante el proceso de escritura, diría que no soy ni optimista ni pesimista. Estoy en estado de alerta. Me veo como un liberal anticuado, por lo que te diría que tiendo al optimismo, pero me pregunto constantemente el porqué. Entiendo que hay un poco de pesimismo en ello.



Nota publicada por http://www.revistadeletras.net

domingo, 28 de agosto de 2011

HELP A ÉL


El año pasado murió Fogwill y a los pocos días me sorprendió una "nota" escrita por Vera Fogwill, su hija y publicada en el Suplemento RADAR del diario Página/12. Lo que me sorprendió de esa "nota" fue el tono descarnado, autoconciente, confesional. Una intensidad que al hacerse presente me hizo dar cuenta de cuanto extrañaba eso en un texto. La semana pasada, el suplemento Radar volvió a sorprenderme con una nueva "nota" de Vera Fogwill donde cuenta lo que significó para ella entrar a la casa de su padre después del duelo. Volví a sentirme frente a una escritura fuerte y me pareció que estaría bien subirla a nuestro blog. Ojalá alguien experimente el placer que sentí yo esa mañana de domingo frente a la escritura de Vera Fogwill.


Help a él

por Vera Fogwill


Todo este año de mi vida se definiría desde afuera como el año de duelo. La palabra duelo tiene su origen en el latín duellum y significa “guerra”. Por lo tanto, permite hacer referencia a la pelea o al enfrentamiento entre dos personas o dos grupos. El duelo psicológico, por otra parte, según los diccionarios, es un proceso que tiene lugar tras una pérdida irreparable. El duelo es una reacción natural y necesaria ante la pérdida de un ser querido (la muerte de un familiar, un amigo, una mascota, etc.) o de un evento o condición (un divorcio, un despido laboral). En mi caso podría acercarse más al otro duelo, aquel que se disputa entre dos personas, y agregaría mundos y, agregaría, entre dos universos: el de acá y el de allá. El de “vivir afuera” o “adentro”. Yo siempre viví adentro. Silvina Ocampo dijo: “No soy sociable, soy íntima”. En esa frase me veo reflejada. Quizás mi padre lo percibió más que nadie antes y después del combate, la guerra, el duellum. En la dedicatoria de su libro Vivir afuera me escribió: “A mi hijita que vive demasiado adentro porque sabe que tal vez afuera es peor, el viejo”. La tragedia empieza antes de la tragedia y la guerra, entonces, comienza antes que se disparen las primeras armas. Me prometí que el 21 de agosto voy asesinar a mi padre y así lo haré. Quizá sea la única forma de retomar mi propia vida. Aquella que yo había elegido para mí y no la que el destino me entregó como alternativa. Mi padre hoy es esa persona que me va guiando y que dirían los yorubas tomó posesión de mí y, por ende, me ha dejado obsesiva. Pero no hay enfermedad mientras el enfermo la padece con conciencia y sabiduría. Si hubiera estado, aparentemente vivo, o aparentemente muerto, no me hubiera costado tanto.


Entré a su casa recién al mes. Antes no quise. Abrí intentando no electrocutarme con la llave de luz de al lado de la puerta, que siempre había estado en corto. Las moscas zumbaban y volaban de un lado al otro. Giro mi cabeza y veo los restos de su última cena. El plato de fideos con tuco al ajo sin lavar junto a las cacerolas habían invitado a cientos de insectos voladores, a los cuales, por una vez en mi vida, no les tuve miedo. El terror que me invadía era tan grande que nada ya podía darme pánico. A lavar los platos –me dije–. Era lo primero que supe que debía hacer, como si pudiera lavarme las manos de paso en ese hecho –y ojalá lo pueda hacer de una vez y de tantas cosas a la vez.


Las hijas mujeres limpiamos los restos de todo, repartimos las cosas, tiramos los calzoncillos y forros sin usar y donamos lo que queda. Menos los zapatos, si somos judías, por si el muerto sigue caminando, como dice la tradición. ¿Pero si somos solo boludas?... ¿Qué hacemos?... Todo. Todo lo que hay que hacer, más lo que harían los otros, de los otros, por las dudas y también cualquier idiotez que se te cruce en ese segundo. Porque las boludas no podemos esperar y pensamos todo al mismo tiempo. ¿Y si además de boluda sos médium?... ¿Qué hacés?... Y, te convertís en una boluda tamaño mayor, que además está psicótica. ¿Pero si en el fondo sos indispensable? ¿Qué hacés?... Hacés todo lo que les corresponde a todos los demás. ¿Y si en el fondo hay un ser humano? Te vas dando cuenta en el duellum cuando la situación es tan miserablemente triste y desencantadora que entendés que tenés una raza. Terminé de lavar los platos sin pensar en todo eso. Abrí los ventanales y los insectos huyeron de mí. ¿Y ahora? –me pregunté. Pensé en la revolución rusa, en estudiar la estrategia y el territorio, en la causa y en el efecto. Me doy vuelta y veo el campo de acción. Todo estaba ahí tal cual lo dejó en su última visita. No podía darme cuenta si fue antes o después de fallecer. Me llama una carta. Me acerco, es de la empleada y está sobre la mesa. Dice: “Señor vine pero no lo vi”. Esa nota la firma mi hermano, el que me sigue, con solo un “recibido” y la fecha. Quizá “él” pensaba que “él” era un fax. Pienso que debe haber sido cuando trajo sus pertenencias del hospital. Nadie más entró. Yo levanto el teléfono y la llamo: –Se murió. Dominga ya lo sabía por su otra patrona que lo leyó en el diario. Silencio. Tristeza. Le pregunto cuánto le debía. Sabía que mi padre dejaba grandes deudas y que esa sería pequeña. Venga mañana –le digo–. Ahora sí miro todo. Pero sólo veo botellas de agua. Ese día iba sólo por unas horas al mediodía pero terminé sin poder irme hasta la mañana siguiente. Habré tirado siete bolsas de consorcio de botellas de agua abiertas pero sin terminar. Dengue. Primero pensé en tirar el agua y guardar la botella. Después de unas horas de hacer este acto tan inútil –como otros tantos que suelo hacer– me dije: ¿Para qué voy a guardar la botella? Pensé en hacer un castillo ecológico de botellitas en la plaza para los chicos. Una vez había visto en Cabo Polonio una casa así pero de botellas de vidrio. Luego pensé que era absurdo y así tiré siete bolsas de consorcio de botellas con agua sin importarme más el dengue. También muchos frascos de vidrio de yogur y de miel y bolsas. Fogwill coleccionaba botellas, bolsas de plástico de los supermercados chinos y frascos. Eso era la parte ecológica. Todo lo reciclaba. No compraba un frasco para cereales, ponía los cereales dentro del frasco vacío de la miel. Y no tiraba nada. Fogwill coleccionaba motores de barco, discos rígidos, monedas, tickets de avión, boletos de metro europeos, tuercas, herramientas de todo tipo, cables de computadora, adaptadores, enchufes y llaves de todos los tamaños. Llaves que no abrían nada. Y sólo encontré puertas sin cerrar. Es que jamás cerraba la puerta de su casa, vivía con la puerta abierta. No era exhibicionismo era sólo el control de la vida de los otros que miraba pasar. No usaba perchas. La ropa colgaba por un sistema de sogas de barco, especialmente instaladas, en la baranda de las escaleras; o colgaban a través de un diseño exclusivo de lentes de agua, uno a otro anudados, armando una cadena de enganche para sus trajes, tapados y pilotos que nunca colgaba dentro de un placard y que planchaba colocándolos un rato dentro de la heladera. Cientos de cables de sus computadoras viejas creaban unos colgantes para los helechos que se estaban muriendo de un mes sin agua. A regarlos a partir de ahora y tres veces por semana –me ordené–. Para regarlos tenía que subir unas escaleras y poner un balde debajo porque perdían agua y arruinaban aún más el piso. Fogwill también se robó un cinturón de seguridad de un avión y lo colocó en una viga para atar una planta que colgaba. Me llevó casi dos meses desanudar todos los sistemas de enganches de cables, sogas y cinturones. Pero esa noche solo me ocupé de sacar las máscaras de oxígeno, las sondas de pierna ambulatorias, los puff de los inhaladores que habitaban todas las partes y los remedios, por si mis hermanos menores querían ir, para evitarles el escenario. Pero cuando tuve un container preferí guardar todo e inventariarlo. El inventario de medicamentos que hice tiene diez páginas. Un poco más tiene el inventario de cables. ¿Cómo explicar que me dejó tantas curitas?... Vaya ser que me lastimara. O tantos puff que coleccionaba en frascos. O respiradores. ¿Pensaba que me quedaría sin aire ya?... ¿Lo sabía?... ¿Cómo conciliaba la medicina homeopática y la alternativa con las sobredosis que se pegaba de combivent, butral salbutamol, atrvent HFA y Salbutral. El kilombo Fogwill y su orden es casi indescriptible. De cada libro se me caía una pasta diferente, un pucho roto semifumado y un forro. A los puchos los partía en la mitad y luego los pinchaba con un alfiler para que la nicotina y el alquitrán se esfumaran antes de llegar a su boca. Consejos de los cantantes de ópera. Nunca pensó en mejor dejarlos. O de un libro se resbalaba una moneda, un ticket, una nota y un fáctil. También de uno, se me cayeron sus uñas, se devela que mientras lo leía, se las había cortado. Estaría aburrido. Pero los dientes estaban en otra parte.


Esa noche, tomé la decisión de ir a visitarlo día tras día. Entrar, sentarme en su butaca de madera y mimbre a mirar, a leer, a pensar, a encontrar, a tirar, a guardar. Los primeros meses me quedé simplemente sentada sin saber cómo empezar abrumada por su universo. En realidad estaba aplastada no sentada. Ahí se me apareció, al poco tiempo. Era una noche de tormenta y me imaginé que se inundaba su casa, cosa que sucedía con la lluvia. Fui. Barrí la pileta que se había creado en la terraza y saqué las hojas de la canaleta apurada. Bajé empapada las escaleras caracol y lo vi. Estaba riéndose en su sillón recostado, con el dedo pequeño introducido en su boca y cantando su pipi-piiipi –que era un loop, de dos negras, una blanca con puntillo y otra negra, más un silencio de semicorchea, que desde que había dejado de fumar (decía él) funcionaba como una palilalia que no podía evitar y que, para peor, se le pegaba a todo el mundo. Hasta mi hijo hace ese pipi-piiipi el día de hoy. Allí estaba él, tirado, contento, regocijándose en que su hija finalmente estaba ahí, ordenándole todo, como cuando era una nena. Tenía ocho años y llegaba a su casa el sábado a la mañana y me dirigía a limpiar la cocina de toda su semana: los platos y los restos de sus tertulias con amigos. Dejaba todo impecable y a eso de las cuatro de la tarde lo despertaba para una reunión importante a la que él finalmente no asistía y seguía durmiendo hasta las seis o siete. Antes de despertarse siempre gritaba como un moribundo “aguaaa”. Y ahí estaba él, sonriendo. Help a él. Eran las nueve de la noche. Y no tuve miedo. Más bien me confirmó lo que intuía. Era mi guía. El y yo habíamos tenido experiencias mediúmnicas juntos. Veinte años atrás ambos vimos a mi abuela la misma noche vestida igual pero treinta años más joven de cuando se fue. Sin embargo, yo se lo confesé tiempo después, para explicarle claramente que su hija desvariaba y él me dijo que no, que él la vio vestida igual, de la misma manera, esa misma noche, confirmándome que desvariábamos los dos. Silencios. Es una habilidad que no practico. Llega. No la ejecuto. Me obliga. Y ciertos libros de ejercicios espirituales que ambos estudiamos en silencio me lo comprueban. Libros que aconsejan golpearse con cinturones de noche hasta sangrar para resistirse a las visiones. Pero estoy segura de que ninguno tuvo que practicarlos. Las torturas nos llegaron de la vida solas sin tener que hacer ningún esfuerzo y sangraron solas también y ya ni duelen pero tampoco cicatrizan. Ese poder Fogwill lo usó para combatir su adicción a la cocaína. Como hizo la carrera de medicina, aunque jamás ejerció de médico más que suyo, fue dejándola. Durante diez años fue graduando paulatinamente la dosis hasta llegar a estar limpio. Debía tomar algo como para evitar la agresividad y violencia que lo poseían sin motivos más que un ruido o una pregunta tonta de otro. Sus últimos diez años era un santo y hasta naturista. Ni rasgos de aquél.


Y así, durante casi un año él me diría qué hacer, cómo y dónde. Al muerto le llegaban mes a mes sus tarjetas, llegaban las cuentas de banco, los créditos pedidos meses antes de irse. Varias cuentas de banco para ceros centavos. Y ahí estaba la poseída, sentada con su abogado o visitando bancos y a los encargados de cuentas, cerrándolas y enterándome de sus movimientos, del dinero que pidió solo meses antes de irse para comprarse una digna computadora nueva. Pero eso no es nada. Los hackers para desentrañar sus diferentes contraseñas de banco, de mail, de web, de computadora para la privacidad de sus trabajos. Los detectives que me iban dando las claves. Y así. Un día –el primero y último– que entré en una de sus cuentas de mail encuentro una carpeta que decía locos. Decido empezar por ahí, ni lo dudo, es un mensaje. Abro el primer mail de la carpeta. Una joven de nombre desconocido para mí le escribía: “¿Y Fogwill?... ¿Quién va limpiar y ordenar tu casa cuando te mueras?” Parecía un chiste de mal gusto suyo. Faltaba su risita. Desistí. Yo no voy a leer sus mails para informar a la familia de tal o cual cosa, no voy a encontrar lo que falta, no voy a esclarecer las dudas. Si, digo la familia y no me involucro. Es que es la familia y yo. Yo no formo parte de ninguna otra familia más de la que elegí. Tengo hermanos que amo. Pero es mi papá y el de ellos. Todos hemos sido hijos únicos. Nada me ha unido a mi hermano pianista, ni a mi otro hermano que vive afuera, cerca, pero afuera. O a los otros, tan chicos que directamente tuvieron otro padre, otra persona, tan distinta a la que era. Un padre con treinta años de padre y errores para mejorar. Un padre mejor. Y todos vivenciamos su muerte de manera distinta. Así llamé a una amiga historiadora que admiro mucho y le propuse que haga el archivo. Los mails que los lea ella –me dije. Cuando Vero entró, ya tenía todo delimitado: “Ahí están las fotos, los contratos, ahí sus trabajos de publicidad, eso es tal cosa”. Yo me había abocado a saber qué había y dónde y por consejos de ella no había movido absolutamente nada. El catálogo de cómo dejó todo, dónde y por qué. Esa imperiosa necesidad que tienen los archivistas de meterse en la mente del otro a través de cómo hacían sus cosas y cómo ubicaban las cosas. Vero abrió sus cuadernos y yo también los había abierto. Pero dice: “Todos sin terminar. Escribía la mitad y empezaba otro”. A mí me dejaba sin cuidado, a ella no. También me habló de la repetición. Para mí era natural, debo ser parecida. Una foto impresa veinte veces y puesta en veinte lugares diferentes, señales. El problema sería con sus inéditos que están guardados aproximadamente diez veces con el mismo nombre y treinta veces por cambio, lo que implicaba leer cada versión, adivinar la fecha (porque en su computadora tenía desconfigurada la hora, el día y el año) y adivinar cuál fue primero, si quitó el segundo final o decidió agregarlo o al corregir en realidad lo quitó, o decidió seguir poniendo y esas cien páginas leerlas más o menos mil veces para desentrañar alguna verdad que solo él tiene y darse cuenta que sólo lo guardó repetido por las dudas y que no había ningún cambio. Supe que Verónica ya estaba en el universo Fogwill cuando lo saludaba al entrar y se despedía de él al salir o cuando le preguntaba: “Quique: ¿dónde dejaste tu partida de nacimiento?...” Y segundos más tarde se dirigía a algún cajón, agarraba una carpeta específica y aparecía lo que ella buscaba en vano durante semanas sin preguntarle o pedirle permiso. Cuando ya estábamos vaciando su casa yo sentí que se había ido con su cama. Pero Vero me dijo que no, que andaba todavía por ahí. No sé aún a cuál objeto está aferrado. Pero Verónica parece tenerlo claro. Y él parece estar demasiado contento con Verónica. Y no se fue. Sigue. Va guiando. Elegí al azar por Internet una baulera judicial para guardar temporalmente su biblioteca y algunos de sus objetos de colección mientras se defina la situación de la fundación. Lleno el formulario en Internet para solicitar un presupuesto. Minuto después me llama el dueño conmovido. Era un amigo suyo, nadaban en el club y hablaban de autos y relojes. Me hace un precio. Demasiadas coincidencias. Hasta de lo que me quise escapar terminé teniendo que hacer. No hubo caso. Nadie pudo nada. Nadie de la familia tiene un rato para dedicarle a esto. Son todos importantes y hacen cosas muy importantes. Antes de que mi papá parta yo me estaba dando el alta en terapia. En mi caso, el alta siempre se lo da el paciente. Nunca el analista. Pero en la última sesión lo internaron. Y, por supuesto, tuvo que dilatarse el alta. Luego supuestamente murió y también no era el momento. Un mes después, yo insistía en que no podía ingresar a su casa y tenía los tickets para irme a vivir por fin afuera con mi familia y deseaba eliminarme del listado de herederos, aunque el abogado insistía que dicho derecho era ilegal, cuando por fin mi terapeuta me avisa que mi papá tenía muy claro que yo me ocuparía de todo y por eso dejó todo así. Me fui enfurecida jurando no regresar más. Y no regresé a terapia. No tuve tiempo. Tenía razón mi querido Luis. ¿Cuánto debo pagar para vivir? Aún no lo sé. Y así yo me di el lujo de leer todos sus inéditos como si fuera una lectora más, como cuando aunque tuviera cinco años la entrega del primer libro era para mí.


Un día se roban la lápida del cementerio. Fue él, estoy segura. Nunca tuvo nada que no se le rompa o se le pierda una parte, nada. Vivía en un departamento de mi hermano. Nada funcionaba sin él. El calefón lo prendía con un golpe con una pinza muy pesada para mí. Todo desarmado: los aires acondicionados y las estufas sin carcasa, la computadora sin funcionarle las teclas con un teclado anexo y unos cables especiales para que el visor y el teclado pudieran estar muy lejos. ¿Cómo escribía un escritor así?... No era dejadez, era desinterés. Siempre fue así. O interés por los circuitos. Una vez no me andaba una computadora, estaba él y me la arregló, la desarmó toda. Fenómeno. Pero... ¡papá! ¡ahora armala! No, si anda, ¿para qué la voy a armar?. ¿Por qué perdió barcos, colecciones de autos antiguos, casas, bibliotecas enteras, muebles, obras de arte y ninguna carta de un amigo?... ¿Por qué están mis cuentos de cuando ni siquiera sabía escribir y sólo los dibujaba porque eran orales y no está el departamento que tenía que heredar, que nos dejó mi abuelo a mi hermano mayor y a mí?... Porque él encontraba valor, mucho más valor a todo eso y yo desgraciadamente también. Por eso no tengo nada. Partes del todo, su título nos describe perfectamente. Partes del todo. Y así, todo este año fueron engranando las partes para que llegue a ser nada. Nada para mí. Mucho para todos.


Sentí desde el momento que entré que le debía algo. Su vida fue la literatura, el pensamiento, la evolución y yo como hija tenía ese deber moral de dejar su vida en el patrimonio de la literatura universal. ¿Cómo haría esto?... Haciendo todo para que su obra esté al alcance de todos y su vida, que es una obra, también suya. Más de cuatrocientas cartas con escritores como Osvaldo Lamborghini, Juan José Saer, Héctor Viel Temperley... Verdades, profundidades, libros sin editar, novelas, cuentos, ensayos, poemas, chistes y adivinanzas u oráculos de bazooka sin imprimirse aún. Sus chistes. Los que nos hizo comer él. O se va de una vez o debo asesinarlo, no hay salida. Sólo quiero que sus libros tomen posesión y se instalen en las mentes de miles de otros, ya no mías. Mi responsabilidad si la tenía ya supongo que la cumplí. Hasta me ocupé de restaurarle la casa que mi papá no pudo evitar destrozar a mi pobre hermano, a quien además le cayó un embargo de cinco cifras por ser su garante alguna vez. Igual nosotros somos como él, eso significa que sabemos, en el fondo, que nada de eso es importante. Pero en el equilibrio de las cosas uno pone la guita y el otro pone el cuerpo. Los demás no existen. Y el costo mental es igualmente difícil para ambos. Pero pienso que mi tiempo no me lo devuelve nadie. El dinero ya está regresando con sus derechos. Pero el tiempo es un tiempo perdido y quién sabe ganado. ¿Qué es más importante que elaborar la muerte? Nada, se está entendiendo la vida. Ahora yo voy a descansar en paz. Y creo que mi padre también.


publicada en RADAR (Domingo, 21 de agosto de 2011)

jueves, 11 de agosto de 2011

CINECLUB por David Gilmour



Hace unos días terminé de leer "CINECLUB", una novela del escritor canadiense David Gilmour y publicada dentro de la colección RESERVOIR BOOKS de editorial Mondadori. En facebook alguien posteó esta interesante reseña escrita por Rodrigo Fresán y publicada en el suplemento Radar del diario Página/12 (17/5/09) y creí que estaría bien compartirla en el blog.

Luz... cámara... ¡educación!



Un día, el crítico de cine David Gilmour notó que la abulia, las malas notas y el desconcierto amenazaban con desmoronar la vida educativa de su hijo. Entonces le propuso abandonar el colegio a cambio de sentarse a ver con él tres películas por semana. Cineclub (Mondadori) recoge de manera emocionante los meses de esa experiencia de cambiar pizarrón por pantalla para devolverle a su hijo el sentido de la vida.



Por Rodrigo Fresán

La película empieza así y atención, es una de esas películas tipo basada en hechos reales: es el año 2001 y un padre descubre que su hijo de dieciséis no la pasa bien en el colegio secundario. Su inteligencia es alta pero sus notas son cada vez más bajas. El padre el escritor y crítico de cine canadiense David Gilmour se preocupa: el hijo, Jesse Gilmour, no hace otra cosa que fumar, contemplar las nubes en el tormentoso cielo del techo de su habitación y parece encaminarse a una vida de zombi problemático. Es entonces cuando David Gilmour le propone un trato: el hijo dejará el colegio si eso le hace feliz (Jesse no puede creer lo que está oyendo) y su nueva “educación” (donde no se le exigirá trabajar pero sí mantenerse alejado de todo tipo de drogas) pasará por ver, junto a su progenitor, tres films a la semana. Y discutirlos. Y aprender de ellos.


Así, la película es un libro que sería una gran película y cuyo tema son las películas y el modo en que en la oscuridad de un cine o en la penumbra de una sala acaban iluminando nuestras vidas. Cineclub es una comedia graciosa, inteligente, emocionante que, desde una tan solo aparente humildad y falta de pretensiones, acaba contando con modales de Súper-8 el glorioso CinemaScope en Technicolor de una gran relación. Allí, en la pantalla de las páginas, somos testigos de una íntima love story paterno-filial sobre la que se proyectan como si se tratara de lecciones teóricas para ilustrar la práctica y el “rodaje” de las vidas de los Gilmour clásicos sublimes y especímenes malditos y de culto. Todo sirve, todo funciona, todo arte y ensayo y error ilustra algún aspecto de lo doméstico y de lo universal: Apocalypse Now!, Showgirls, Citizen Kane, Nikita, El padrino, Rocky III, ¡Qué bello es vivir!, Bullit, Annie Hall, La zona muerta, Ultimo tango en París... Y allí, sin alfombra roja y despatarrados en un sofá, un padre sin trabajo y un hijo sin horizonte intentando encontrarle sentido a unas vidas demasiado indies mientras se preguntan cuánto faltará para que llegue un magnate de Hollywood y los invite a protagonizar algo así como una triunfal súper-producción desbordante de efectos especiales –afecto especial es lo que les sobra– y presupuesto multimillonario.


Pero Cineclub no se conforma con “filmar” pequeñas home movies dentro de una casa de Toronto compaginándolas con inolvidables escenas de obras maestras del celuloide. Aquí hay también sitio para exteriores muy neorrealistas y nouvelle vague donde se nos cuentan los blues laborales de Gilmour Sr. y las penurias sentimentales de Gilmour Jr. en manos y garras de las chicas fatales Rebecca y Chloe. Y, sí, se rompen varias promesas por el camino y nadie dijo que iba a ser fácil: el hijo coquetea con la cocaína, el padre comienza a dudar de toda su estrategia. Y está claro que no es el único: varios “espectadores” de Cineclub se fueron en mitad de la función acusando al “director” y a su “joven estrella” de narcisistas, irresponsables y caprichosos. En este sentido, Cineclub fascinará a vanguardistas y escandalizará a conservadores seguros de que a la hora de superar inmaduros tics interpretativos los adolescentes necesitan más la mano firme de un productor tradicional que terapéuticos y alternativos director’s cut como el que aquí se estrena.


Una cosa está clara y David Gilmour es el primero en admitirlo: tal vez su libreto sea muy arriesgado y experimental, pero también está seguro de que sus intenciones son excelentes. En este sentido, Cineclub, más allá de la originalidad del envoltorio y aires del mejor Nick Hornby, el de Alta fidelidad, cuenta una historia tan vieja como el mundo: la de un padre luchando por la salvación de su hijo. Y en aquella escena de On the Waterfront en la que Marlon Brando se pone un guante de chica o en aquella otra de Por un puñado de dólares en la que Clint Eastwood le muestra cuatro dedos al fabricante de ataúdes, puede estar la clave de esa redención.


Y no está de más apuntarlo aquí, después de todo nada de esto se nos cuenta en el libro, como si fueran esos créditos finales e informativos luego del THE END: David Gilmour escribió una novela que ganó el premio literario más importante de Canadá, y Jesse Gilmour, motivado, regresó a las aulas, terminó su educación secundaria, no le disgustó el modo en que lo “dirigió” su padre en Cineclub, estudió cine en la Universidad de Toronto y escribió un guión que le ha abierto las puertas de una escuela de cine de Praga. Y es feliz. No está mal para alguien que empieza bostezando frente a Los cuatrocientos golpes y termina, orgulloso, seguro de que Sven Nykvist es el nombre del director de fotografía favorito de Ingmar Bergman.


En un mundo mejor que el nuestro, Cineclub ganaría el Oscar a Mejor Libro Inspirado en Muchas Películas.


lunes, 8 de agosto de 2011

The Book of Writers, de Elvio E. Gandolfo

The Book of Writers consta de una “Nota inicial”, siete narraciones protagonizadas por escritores y una “Nota final”. En la “Nota inicial” el lector se entera de que las narraciones incluidas en el libro fueron escritas entre quince y dieciocho años atrás y eran parte de un proyecto ambicioso y complejo “relacionado con escritores y escritoras” que luego el autor abandonó. Las historias que se presentan a continuación son parte de los restos de ese proyecto.



Elvio E. Gandolfo: The Book of Writers.
Caballo Negro Editora, 2010. Relatos.



En el primer relato, “Fallado”, el narrador cuenta la historia de un escritor al que conoció. Eran compañeros de trabajo y tenían conversaciones esporádicas. El narrador lee los primeros poemas que publica el otro, luego sus cuentos, algunos incluso antes de ser publicados. Parece que se trata de la historia de la formación de un vínculo entre dos colegas. Sin embargo notamos, sobreimpuesto a este argumento, que lo que se cuenta son las razones por las cuales la carrera literaria de este escritor joven no llega a ser lo que prometía. Si desde el principio el tono de la “Nota inicial” nos tienta a leer las historias como anécdotas personales y también a intentar identificar a los escritores que irán apareciendo, al final de cada historia el interés del lector queda ceñido a algo más general. El narrador de “Fallado” le desea a este muchacho cuya trayectoria describe una vida “sin demasiados conflictos graves, con su cuota de gratificación”, pero tiene la incómoda impresión de que el otro tiene una “falla” fundamental. ¿Qué le falta para llegar? En sus gestos, en su mirada, en el atuendo, en la tendencia al derroche de lenguaje del joven escritor el narrador de la historia encuentra la clave: percibe estos detalles como el encubrimiento de una carencia de algo “inclasificable”, “el reflejo de su propia falta de apoyo en el mundo”.


En “Acto de desaparición”, se cuenta la trayectoria del Zorro, un escritor entrerriano con el cual el narrador (que es siempre el mismo, salvo tal vez en “Traidores”) se cruza a lo largo de los años. Como en el caso de “Fallado”, también se trata de una trayectoria, sólo que a diferencia del otro escritor, el Zorro es un autor de gran talento que ha gozada del reconocimiento de muchos colegas, entre ellos el narrador, que lo admira incondicionalmente como escritor. Pero el Zorro también tiene una “falla”. En su caso, es una tendencia irremediable a la agresividad, que es figurada con la imagen del “soplete”. El Zorro aplica con su verba agresiva un soplete sobre los demás, los esquilma con su lengua, les aplica la brasa de su ponzoña y por eso termina quedándose solo. En una ocasión en que se reunió con el narrador, el Zorro “se dedicó […] a agredir con extrema minucia a una serie de personas y en especial escritores que conocíamos, como si el soplete fuera lo único que pudiera manejar por entonces”. Sin embargo hubo un grupo de escritores que lo ayudó; lo apreciaban, lo admiraban y por eso también editaron sus libros y le dieron espacio en las revistas. Sin embargo, pese a que lo “defendieron”, estos gestos lo hundieron aún más, lo empujaron hacia la desaparición. Según el narrador, esto fue así porque este grupo resultaba antipático. “No eran simpáticos, en ningún plano, no tengo otro modo de explicarlo”, dice. “Aún así de todos modos cada uno de ellos logró, a su manera, trascender más que el Zorro. No por oportunismo ni por adecuarse a las reglas del así llamado sistema, sino porque trabajaban mucho, eran ordenados, bastante prolijos, y mucho menos cercanos, en su vida personal, diaria, a un soplete que buscaba ajustar la llama y quemar”. De esta manera se van perfilando las claves y el eje de este libro. De lo que se trata es de contar historias de escritores que Gandolfo conoció y trató porque en ellas se cifran algunas claves de la dinámica de eso que llamamos sistema o campo o mundillo literario. “La literatura como cuerpo organizado de gente dedicada a un mismo oficio, como espacio y red de chismes, rencillas, opiniones y comparaciones de calidades y de cantidades”. La historia de alguien que no llega, la historia de alguien talentosísimo que “desaparece”, las historias de los amigos del Zorro que lograron “trascender” y la del personaje de “El juguete roto” cuya “repercusión” aumenta tanto que lo contratan de una universidad extranjera donde gana plata y se mueve a otro nivel, todo esto debe leerse como un comentario indirecto de los valores, deseos y tipos de actores del mundo literario.


En la “Nota final” el autor comenta que su libro tiene como “inalcanzable modelo” un relato de Henry James (“La humillación de los Northrope”) el cual “puede ser leído como un comentario finísimo pero no por ello menos cruel sobre aspectos de la vida cultural londinense del siglo pasado y de cualquier otro lugar y tiempo”. Simétricamente, entonces, hay que leer estas historias como un comentario sobre el mundo literario en el que el autor se mueve, aunque también se trata de algo más abstracto, más general y universal si se quiere. Encuentro un modo torpe y manido de decirlo: es como si el libro de Gandolfo sirviera para explicarle a un marciano o una tía que es contadora pública qué significa dedicarse a la literatura, qué quiere un escritor, que perfil psicológico, que moral impone este oficio.


Por lo que se deduce de las historias mencionadas hasta ahora, de lo que se trata es “trascender”, de hacerse “conocido”, de aumentar la “repercusión” y de tener una cuota de “gratificación” por los esfuerzos hechos. Para un escritor, la cuestión pasa por ser alguien, por existir en ese campo específico, por tener el reconocimiento de los pares. Para el que lo ve de afuera esto seguramente resulta incomprensible; no se trata de fama, ni de dinero sino de que un grupo muy reducido de personas (los colegas que se dedican a lo mismo y algunos lectores calificados) te estimen como escritor, te lean y te respeten. En el relato “Altiva”, una dama aristocrática y viuda del gran Maestro de la literatura argentina padece justamente la falta de esto que todo escritor persigue. En un encuentro con otros autores ella lee una ponencia en la que pide que “nos queramos un poco más”, y traduce el narrador: “ella quería en realidad que durante un tiempo prudencial, que no modificara sus trayectos y conductas de todos los días, una serie no muy grande de colegas, de, por así llamarles, escritores, le hicieran saber que la respetan, que la leen, que discutieran con ella secretos del oficio, y después que la dejaran en paz, altiva, sola”. Pero no lo hacen, no le dan bola. Ella podrá ser la viuda del Maestro, podrá tener los derechos de su obra, podrá tener toda la plata, el refinamiento que quiera pero no es admitida como colega entre ese “rebaño por lo general mal vestido y un poco encorvado o difuso de hombres y mujeres de clase media, salpicado por algunas pocas histéricas mejor ubicadas, magra competencia”. El escritor quiere obtener eso que Bourdieu llamó capital simbólico, lucha (lo sepa o no, lo reconozca o no) para conseguirlo y tiene “competencia” (magra o de peso). La altiva no es una competidora de peso, no entendió cómo funciona el sistema, no aprendió a aceptar los “precios y las recompensas”. Las “histéricas” tampoco lo son; el fallado, el que carece de un sedimento existencial sólido, no puede llegar, se lo tragará la locura y quedará boyando “en las aguas sociales” durante años; el Zorro tiene todo para llegar, es más, llega, pero cae y “desaparece”: “Porque como es lógico alguien que se escurre así, tan ladinamente por un lado, y tan certero para herir por el otro, termina siendo poco a poco no agredido a su vez, no castigado, no enfrentado, sino evitado, aislado, empujado por nadie, por el viento, por algo todavía más etéreo pero poderoso aún que el viento”. En cambio los que trabajan, lo que son ordenados y prolijos, obtienen más rédito que el Zorro, aun cuando no tienen su talento literario. También tiene éxito el personaje de “El juguete roto”, uno de los relatos más destacados del libro.


En “El juguete roto” se cuenta la historia de una amistad que no pudo ser entre el narrador y “Fulano”. Dos tipos que tienen más o menos la misma edad, que se han leído y se admiran, que se encuentran cada tanto en una librería y cruzan un par de palabras con el librero que propicia esa amistad. Al final toman un café, charlan, el narrador se asombra de la precisión con la que el otro habla de detalles técnicos del oficio que comparten, parece que lo único que puede suceder es que terminen haciéndose amigos. En un punto la habilidad narrativa de Gandolfo hace que la escena de los dos tipos conversando en un bar resulte tan intrigante como un thriller. En un momento aparece mencionado el Zorro, descripto como “un tipo realmente torturado” por Fulano. Y la clave del temperamento de Fulano se le revela al narrador gracias a su agudeza y al aporte de “Fabián”, quien asocia cierto doblez y cierto maquiavelismo de Fulano con el hecho de que no escriba poesía, de que no “se suelte”, de que no enfrente y exponga sus incertidumbres. Entonces el afecto, la amistad, ese don tan precioso y escaso, no le es concedido a Fulano, o, mejor dicho, no crece entre ambos, porque el ansia de control y de dominio sobre todo que ostenta Fulano transforma en un páramo el terreno compartido.


Además de este tipo de escritor calculador, hay dos especímenes más en el libro. En “Traidores”, un texto breve y ambiguo, se ofrece una caracterización y clasificación de los tipos de traidores y traidoras: “puede ser algún hombre delgado y cejijunto, pero de extraordinaria bondad, que vive al borde de la pobreza absoluta”, o “algún traidor famoso, resonante…”. “Menos patéticos, más respetables, son los intentos mismos de teorizar la esencia misma de la traición, en especial si quien lo hace es a su vez un traidor”. Este relato resulta singular porque en todos los demás no nos cuesta asociar al narrador o, en los relatos en tercera persona, a uno de los dos protagonistas, con el propio Gandolfo. Primero por las señas particulares de este narrador-personaje, y segundo porque en la nota final se nos avisa que, aunque se han borrado ciertas marcas, los relatos tienen un apoyo en la realidad. En “Traidores” se narra una escena que sucede en un cuarto en el que hay una mujer que es una traidora y se afana en cumplir con su tarea mientras alguien la describe y hace esfuerzos por “teorizar la esencia misma de la traición”, dando a entender que él mismo es un traidor. No resulta verosímil que este personaje que se autodefine como un traidor sea el mismo narrador de los otros relatos. Cierto aire bonachón, generoso, optimista y sincero reaparece una y otra vez en los otros relatos ligados al narrador; en este, en cambio, se adoptaría la perspectiva del mal, exhibida repentinamente en el desenlace.


“Repetición en falso” y “La distancia” son relatos en los que aparece el tema de la pareja de escritores. En el primero, una mujer que quiere escribir se comunica telefónicamente con un escritor experimentado para pedirle que le enseñe su arte. De ese pedido surge un encuentro personal, pero desde el inicio el escritor rechaza el rol de maestro y la cosa pasa a un plano de igualdad, y en ese plano se abre la posibilidad de una relación de pareja. Aquí la escritura es un interés común, la excusa del destino para juntarlos. En “La distancia” se relata el comienzo de una relación entre un escritor y una mujer que no escribe pero que ha leído mucho. Al poco tiempo ella comienza a escribir, él lee sus originales, la admira. Aparece el fantasma de la envidia (“yegua, yegua, nunca escribí así”), también la escritura como espacio de aparición de los espectros del pasado, aparece el goce puro que produce la lectura de una escritora admirada, el hecho inevitable del reconocimiento del valor artístico más allá de sentimientos y pasiones personales.


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Coda


Leí The Books of Writers el año pasado, apenas salió, y desde entonces se me viene a la cabeza por uno u otro motivo. Muchas veces al leer o escuchar las declaraciones de un escritor, otras al presenciar o leer acerca de alguna rencilla de mayor o menor alcance, a veces también a la hora de examinar mis propias cavilaciones frente a algún hecho relacionado con la literatura. ¿Qué es ser un escritor? ¿Qué tipo de cosas se espera que haga un escritor? ¿Tiene que hablar de los demás, tiene que hacer alianzas, tiene que criticar, denostar, desmerecer a los colegas si quiere ser alguien? ¿Se llega a serlo solo siendo calculador, interesado, astuto?

En estos meses encontré decenas de textos y situaciones que me remitían a “aquello que estaba planteado en el libro de Gandolfo”. Prefiero mencionar un par de textos en vez de situaciones o personas, por ejemplo el cuento “Un solitario”, de Sara Gallardo. Allí un poeta recae en un bar que solía frecuentar pensando que nadie le ha prestado atención jamás: “Se creía invisible y, en caso de conocido, detestado [por los parroquianos del bar]. Era un error, basado en la legión de enemigos que acezaban contra él entre las sombras de lo literario. Mas una cosa son los pasillos de una especialidad y otra el ancho mundo”. Muchos de los cuentos de Roberto Bolaño se me presentaron como variaciones y comentarios aislados de un asunto que Gandolfo ha sabido transformar en el tema exclusivo de su libro, por ejemplo “Sensini”, “Una aventura literaria” y “Enrique Marín”. En este último, por ejemplo, leemos: “Un poeta lo puede soportar todo. […] El […] enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte”.


Ser escritor, parece, es más que escribir (bien o mal, mucho o poco). Es constitutivo del oficio del escritor la idea de competencia, de contienda, la presencia de enemigos como un vasto coro de sombras que acecha y la posibilidad de sucumbir (volverse loco, suicidarse, quedar aislado). Por eso serían necesarias las alianzas, las ayudas estratégicas para vencer, los contactos, los pactos espurios, las traiciones, las mezquindades. Todo indica que no hay espacio para la ingenuidad, para el candor ni para la debilidad. Te comen crudo, te liquidan, sería la idea. Me impresionó mucho escucharle decir a Bolaño en una entrevista que le hicieron poco antes de morir que su deseo era que su hijo se apartase de la literatura. “Yo no sé cómo no se dan cuenta, es un mundo terrible”, subrayaba.


En el cuento de Sara Gallardo que cité hay una frase que dice: “Hay gente de diversas clases. Cavadores, trepadores, soñadores”. Me quedó grabada y quería encontrar la ocasión de copiarla a propósito del libro de Gandolfo. Pienso que el gesto de ligar su Book of Writers al relato de Henry James (de infiltrarnos el deseo de ir a buscarlo) es muy significativo: ese relato dice que los espíritus delicados triunfan al final, cuando las tretas de los que están hoy en las tapas del diario caen por su propio peso. Si es así, entonces seguramente el acto de desaparición del Zorro no es perfecto y el éxito exagerado de Fulano no se sostendrá indefinidamente. Ya ganará espacio el Zorro, porque tiene talento; ya perderá un poco de centralidad Fulano, porque no es tan bueno. The Book of Writers me hace pensar (pero es una impresión vaga basada en detalles sutiles: el rechazo de la impostura, la capacidad de reírse y perdonar la agresión gratuita del Zorro, las buenas ondas dirigidas a la Altiva, los buenos deseos para el “fallado”) que no vale la pena comportarse como un canalla para obtener triunfos menores porque al final sólo quedan las obras que de verdad importan. Hay valores, sería la (mi) idea del libro: los literarios, que se las arreglan para salir a flote gracias a una ecología propia del sistema que nunca pierde lo que vale la pena; son valores constituidos históricamente, no absolutos, claro está, pero siempre hay un lector que les asegura su perduración a las obras que los poseen, que les dan su página merecida en la historia literaria para dicha de los lectores futuros. Y hay valores… bueno, “no le tengamos miedo a los términos”, como dice Gandolfo, valores éticos, humanos, que son los que hacen posible que la gran mayoría de nosotros, los que vayamos pasando al olvido a medida que nos vayamos muriendo, vivamos en un mundo más o menos tolerable. ¿Acaso no tenemos, a falta de la certeza de un futuro glorioso, la posibilidad de un presente en el que se puedan compartir los dones de la poesía y de la amistad?


PABLO DEMA

(publicado por su gentileza y la de http://www.ellincemiope.com)