Entre las cosas que un librero suele tener suerte de encontrar se hallan, sin duda, las revistas literarias. En ellas suelen aparecer cosas que no se encuentran fácilmente en otros lugares. Esta vez apareció en la revista de Plástica y Poesía "EL JABALÍ" (nº7, Año IV, 1997) una interesante presentación de la poeta norteamericana Louise Glück a cargo de Rolando Costa Picazo más dos traducciones suyas. No hay mucha poesía de Glück disponible en castellano y me pareció que compartir el hallazgo en nuestro blog era una buena idea. Espero no haberme equivocado.
“Al final del sufrimiento había una puerta” - dicen los verson iniciales de El Iris salvaje (The Wild Iris), libro con que Glück ganó el premio Pulitzer en 1992. Enseguida, la puerta se abre y aparece la promesa de un jardín: un niño que juega contra un atardecer, “las primeras lluvias del otoño sacudiendo los lirios blancos”, esculturas del tiempo.
Si el jardín ha sido siempre un espacio alegórico (empezando por el Edén), aquí es además paradigma semántico, a le vez excusa y decorado de una conversación. En él se interroga y reclama, se aprende y reprocha, se comprueba y acepta. Uno de los interlocutores es Dios. El otro, plural y diversamente desposeido, diversamente desesperado: la meteria sensible. El diálogo arroja algunos resultados. Al final, un corazón se yergue, alcanza el pico agudo de sus preguntas.
Louise Glück (nacida en New York en 1943) pertenece a esa generación de mujeres poetas que hoy (1997) rondan los 50 años y que la crítica ha agrupado con la curiosa, pero no impropia, denominación de “poetas líricas”. Jorie Grahan (Hybrids of Plants & of Ghosts, 1980), Tess Gallager (Instructions to the Double, 1976) y Susan Mitchell (The Water inside the Water, 1983) son sus pares; casi todas publicaron su primer libro hacia fines de la década del 70 y, a grandes rasgos, cultivan una poesía más cercana a la plegaria y la innovación que del manifiesto político o la radiografía emocional. Por sedimentación, sin duda, la estética del grupo denota un ahogo menos violento que el de Sylvia Plath o Anne Sexton, y también una rabia menos incisiva, un desacato menos efusivo que el de Adrienne Rich.
Glück, con todo, es singular. Sus poemas eligen la eduidistancia entre la confesión y lo intelectual, ese equilibrio extraño. Ya en los poemas iniciales de Firstborn (1968) que versan sobre la niñez, la vida familiar, el amor y la maternidad, la reflexión y cierto apego formal desarticulan lo biográfico., lo desarman como si quisiera evitar el desamparo engañoso del yo. El iris salvaje, confirma y exacerba la impronta. Su tono es urgente, no busca alzarse sino descender, renunciar a una versión unánime del mundo y también a la tristeza, que es vista como decisión personal. Es un libro escrito para la muerte.
En algún sentido, el dios de este jardín cobra forma. La poeta lo invoca a veces áspera, a veces dulcemente (“dear suffering master”) como a una ciudad a la que se acediara sin demasiada convicción, entre el deseo de dominarla y el (más fuerte) de capitular. Como respuesta, encuentra siempre una mirada de desconsuelo. Esta fatiga o pena divinas no son novedades. En la ciudad blanca de Fez, hace más de ocho siglos, Ibn-Arabi el viajero postuló que, al principio del tiempo, Dios era un tesoro escondido e interpretó su decisión de crear el universo como una tentativa de conocerse a sí mismo y así librarse de la Gran Ocultación. A los ojos del místico de Murcia, nuestra sed incurable refleja, como espejo, una necesidad del Creador, nuestra existencia tiene por objeto devolverle el mundo, que no es otra cosa que su sombra. La imaginación de Glück tiene la misma magia (su dios también es melancólico) pero en ella la transacción fracasa: nuestros gestos son fatalmente insuficientes. En su depresión, el dios se lamenta de haber compartido para nada los secretos, el entusiasmo pasajero y las penurias del acto creador.
I gave you pencils, tragedies
Creation has brought you
great excitement
a I knew it would
as it does in the beginning.
Les di lápices, tragedias
En la Creación hallaron
gran contento
lo sabía
es así al comienzo.
Desde una perspectiva humana, es tanto o más desolador. Todo jardín escrito tiene sus riesgos. Al fervor de la búsuqeda inicial sigue, por fuerza, el desencanto. No basta eludir lo transitorio o parcial. Perforar la niebla que habita entre el deseo y la culpa. Ni siquiera custodiar celosamente aquello que todavía “no se ha disuelto en la nada, en la realidad”. La escisión persiste: las palabras no devuelven, no saben materializar. Por eso las flores, en su diseño irreductible, representan una opción. En ellas, el impulso hacia el olvido se vuelve verdadero fin; la fugacidad del color, su definición más cruda. Sin el acicate de la posesión, sin las restricciones del miedo, el sentido de haber vivido parece suficiente. No importa que ese momento no puedan prolongarse, están ahí como una súbita confianza.
La poesía de Louise Glück conoce antecedentes, está en sus libros anteriores, The House on Marshland (1975), Descending Figure (1980), Triumph of Achilles (1985) y Ararat (1990). En ellos puede rastrearse ecos de la amargura de Wallace Stevens y también de ese don un poco ingenuo de Williams Carlos Williams para reunir a la vida y a la muerte en una sola cosa. El resto es cosecha propia. Glück se destaca por su mirada distante, una dicción oblicua por donde se filtra la compasión y una mitología ecléctica que invita a solucionar alegorías.
El Iris Salvaje es uno de los libros más bellos escritos en EE.UU. En los últimos años. En él la poesía espera, como espera el vacío, como corolario o premio: “After all things occured to me, the void occured to me” (“Después que todo ocurrió, me ocurrió el vacío”). Si la gracia es la arquitectura de un alma capaz de conocerse a sí mima, el jardín de Glück la contiene. El terror humano a la muerte habita en él pero también el deseo indisoluble de ser absorbido por el todo, reverso de la nada. Después, sólo después, empieza la travesía, el viaje impar al fondo de las cosas, allí donde ni la felicidad ni el miedo emiten sonido alguno.
Rolando Costa Picazo
EL IRIS SALVAJE
Al final de mi sufrimiento
había una puerta.
Escucha: yo recuerdo
eso que tú llamas muerte.
Sobre la cabeza, ruidos, ramas movedizas del pino.
Después nada. El débil sol
vacilaba sobre la superficie seca.
Es terrible sobrevivir
como conciencia
enterrada en tierra oscura.
Después todo se acabó: eso que temes, ser
un alma e inacapaz
de hablar, final abrupto, la tierra tiesa
doblándose un poco. Y algo que yo confundí
con pájaros cayendo sobre los setos.
Tú que no recuerdas
el pasaje desde el otro mundo
te digo que podía hablar otra vez: lo que
regresa del olvido vuelve
para encontrar una voz:
Del centro de mi vida surgió
una gran fuente, sombras de
azul profundo sobre el azul del mar.
EL JARDIN
No podría hacerlo otra vez
apenas soporto mirarlo -
en el jardín, en la lluvia leve
la joven pareja planta
una hilera de habas, como si
nadie lo hubiera intentado previamente
no se hubieran enfrentado y resuelto nunca todavía
las grandes dificultades -
No pueden verse,
en la fresca suciedad, que empieza
sin perspectiva,
las colinas la fondo, color verde pálido, nubes de flores-
Ella quiere detenerse;
él quiere seguir hasta el final,
quedarse con la cosa-
Mírala, como toca su mejilla
para abrir una tregua, sus dedos
frescos de lluvia de primavera;
en el fino césped, estallidos de azafranes morados-
aún aquí, incluso en el comienzo del amor,
su mano que abandona su cara conforma
una imagen de despedida
y ellos piensan
que pueden ignorar
esa tristeza.
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