sábado, 17 de marzo de 2012

Pink Floyd por Pablo Schanton

Hace una semana leí un artículo de Pablo Schanton sobre la música de Pink Floyd. No sé si estoy de acuerdo por completo con lo que propone pero creo que lo que me gusta de Schanton es su manera de argumentar y de poner luz sobre cosas cosas que no había pensado mucho. Siempre seguí sus artículos y desde la presentación que hizo del excelente libro de Simon Reynolds siento que le debo mucho. Por eso esta mañana me pareció una manera de devolverle algo postear este artículo suyo. Espero que lo disfruten.


Al principio fue un escupitajo

Por Pablo Schanton

En 1978, Johnny Rotten, ya ex Sex Pistols e ícono máximo del punk inglés, sentía lo mismo que Roger Waters. Y pensar que, años atrás, en su remera se leía “Odio a Pink Floyd”. Ambos padecían la incomunicación con su público y su banda, y la escisión entre su imagen pública y su vida privada. Pero a Rotten, ahora John Lydon y en el grupo P.I.L., le bastó un álbum breve para la catarsis: First Issue (1978). Al contrario de Waters, quien se inclinó por poner en escena su alienación con un álbum conceptual doble: The Wall (1979).


“Nunca escuchaste ni una palabra de lo que dije/Sólo me veías/ Por las ropas que usaba”, canturreaba Lydon, antes de definir a su ex manager Malcolm McLaren como un “anarquista burgués”. En un lúcido fast forward, el punk estaba cuestionándose a sí mismo, tanto en la versión de Lydon como en la de McLaren, quien demostraba que el movimiento había sido su “gran engaño de rock & roll”.


The Wall, en cambio, sería una tardía y dramática reflexión en primera persona sobre el modo en que el star system y el mundo del espectáculo terminaron devorando el voluntarismo anti-represivo de la contracultura. Toda la obra de Floyd, tras la partida del cerebralmente dañado Syd Barrett en 1968, podría leerse como una extensa elegía (¡diez años, diez álbumes!), escrita por los sobreviventes de unos utópicos, colectivos y psicodélicos sixties ante la llegada de la madurez, ya en los pragmáticos e individualistas seventies.



En el origen de la pared hay una escupida (así de punk empezó todo): en 1977, Waters se la lanzó a un fan insoportable en su gira por Montreal. En 1999, contó que luego tuvo “…dos imágenes: la de construir una pared delante del escenario y la de la relación sadomasoquista entre los espectadores y la banda”. En el paisaje auto-crítico del post punk británico –bandas como P.I.L., Gang of Four o The Pop Group cuestionaban tanto el establishment del rock dinosaurio como el gesto revulsivo del punk ya recuperado por el sistema–, The Wall llegó para que el rock setentista se suicidara en su salsa: la ópera rock.


¿Por qué tuvo que esperarse tanto para que The Wall sintetizara en dos discos lo que The Who ya había denunciado (con igual patetismo, pero más humor) en Tommy (1969) y lo que John Lennon había purgado (con igual egocentrismo, pero más crudeza) en Plastic Ono Band (1970)? Tenía que pasar una década para que la grasa de las/los capitales terminara de cubrir los ideales que izaron los baby boomers. Cuando el simple Money volvió millonario a Waters en 1973, quedó demostrado que la moraleja anticapitalista vende. Hoy, The Wall Live repite ese hit(o) paradojal, pero a una monumental novena potencia.


Esta ambivalencia entre cuestionamiento y afirmación se comprueba en los dos éxitos radiales de The Wall, “Another Brick in the Wall 2” y “Comfortably Numb”. Pertenecen a los dos géneros comerciales de fines de los 70, la disco y el soft rock. Para 1979, la fusión de rock y disco había tenido varias encarnaciones (Stones, Kiss, Blondie, Talking Heads), pero el escándalo sobrevino con el single “Death Disco” de P.I.L., una canción dance que retrata la agonía de la madre de Rotten. “Another Brick…” no llega a segregar ese pus subversivo de P.I.L.: los niños corean que no necesitan educación bajo el control musical de los adultos. El hit exhibe el lifting para FM que otros de su “generación progresiva” –Yes, con “Don´t Kill the Whale”; Genesis, con “Follow You, Follow Me”–, habían probado. Fue número uno en Navidad, la protesta anti-institucional que más se bailó ese fin de año.


Al cortar un simple de una ópera rock se pierde de vista el “mensaje general”. Así, “Comfortably Numb”, víctima de la disociación que describe (“Tus labios se mueven, pero no puedo oír lo que decís”), acabó como un clásico de FM Aspen. En una radio, el confort, el relax y el adormecimiento de la música neutralizan la situación de que el personaje de la letra esté dopado y haya que apiadarse de él. Algo similar sucede con los momentos paródicos. Waters cita en “Young Lust” “un viejo riff floydiano, extraído de “The Nile Song” (1969), con la intención de burlarse del priapismo del rock duro adolescente. Sin embargo, terminó disfrutándose como catarsis roquera y no como auto ironía. Nunca se tiene en cuenta ese lado Spinal Tap –el grupo casi ficticio de heavy metal– de The Wall.


Una clave de Pink Floyd es aprovechar los recursos mínimos al máximo. Una ley, no escatimar efectos especiales, siempre y cuando el edificio conceptual haya probado su resistencia. En The Wall, si las texturas del guitarrista David Gilmour enriquecen la simpleza compositiva de Waters, el aporte del productor Bob Ezrin es esencial. Fue quien edificó otro muro, el del álbum Berlin de Lou Reed. Arreglos orquestales de esta obra maestra de 1973 retornan en The Trial. Pero es el clima opresivo y depresivo el que convierte a The Wall en el eslabón perdido entre aquel Berlin y el post punk más dark de los 80 (escuchar “Empty Spaces” y “Bela Lugosi is Dead” de Bauhaus; “Run Like Hell”, cerca de Killing Joke; “Don´t Leave Me Now”, junto a The Cure). Esto explica que The Wall pueda girar en ipods de góticos y emos.


Pero si la década del 70 se cierra con reproches de rock stars a su público, los 80 arrancan con la emancipación del espectador. Pensemos en el asesinato de Lennon por su fan Mark David Chapman, quien alegó que el Beatle lo había traicionado, porque cantaba sobre un mundo sin posesiones mientras se volvía millonario. O en Off The Wall, de Michael Jackson, editado cerca de The Wall. Aquí la propuesta era “romper las paredes” de la cotidianidad laboral, olvidándose al bailar de las preocupaciones. Si Chapman pone “el último clavo en el ataúd de los años sesenta”, Jackson inaugura un escapismo funcional ante la llegada de los Reagans y las Thatchers.


Tras haber expuesto que toda estrella masiva devenía un Führer, Waters volvió al rock de estadios. Fundó así un nuevo público. Uno capaz de pagar lo que sea con tal de que le recuerden, con espectacularidad, que la pasividad consumista no está bien. ¿No era ése el sadomasoquismo que había imaginado tras el escupitajo de 1977?


Apareció en Revista Ñ

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