martes, 6 de noviembre de 2012

Entrevista a Javier Marías


Adoro las entrevistas como género y, a la vez, varias de las novelas de Javier Marías están entre mis preferidas así que me pareció que esa suma: entrevistas + Javier Marías podía ser algo bueno. Después de leer esta entrevista que Juan Gabriel Vázquez hizo para la Revista Lateral quise postearla en nuestro blog para compartirla con ustedes. Tiene algunos momentos muy interesantes como cuando arma su parnaso de escritores o cuando se explaya el mecanismo de alguna de sus novelas. Buen o, los dejo con la entrevista, que la disfruten.





ENTREVISTA en Revista Lateral


Javier Marías ha hablado mucho de su admiración por Salinger (que ha pasado toda su vida escondido), Bernhard (que despreciaba el mundo literario y terminó recluyéndose), Nabokov (que nunca accedió a una entrevista que no conociera previamente por escrito) y Faulkner (que detestaba las entrevistas porque "reaccionaba con violencia ante las preguntas personales"). Por eso fue evidente, al comenzar estas preguntas, averiguar si él sufría de aversiones parecidas. "La verdad", dijo, "es que a veces me gustaría poder alcanzar el grado de misantropía que tenían algunos de esos escritores (o tienen, en el caso de Salinger). Pero me temo que soy demasiado educado, o, si lo prefiere, demasiado blando para ello."

Sin embargo, uno tiene la sensación de que esa educación o esa blandura no le impiden imponerse -cuando apareció Negra espalda del tiempo, prefirió no dar entrevistas- o alejarse si lo considera necesario. "Con todo, no crea, me parece que voy haciendo progresos. Por ejemplo, hace años que no asisto a ningún coloquio, simposio, congreso, mesa redonda ni cuadrada de escritores, ni nacional ni internacional, y eso que al rechazar las invitaciones me he perdido algunos viajes que parecían prometedores, como a Sydney y a Cochabamba (no es broma). Pero la mera idea de reunirme con un montón de colegas a escucharles y a escucharme, me pone los pelos de punta. En esas intervenciones casi nunca hay nada del menor interés, lo que de interesante haya en un escritor está casi siempre, no le quepa duda, en sus escritos y nada más." En cuanto a las entrevistas, en general no le gustan mucho: a Marías le aburre hablar de sí mismo o -más aún- de sus libros, porque para él es todo terreno conocido. "Agradezco enormemente, por eso, cuando me llegan preguntas absurdas o idiotas, del tipo ‘¿Qué colonia utiliza usted?’ A eso, mire, no tengo inconveniente en contestar, y me aburre menos que otras cuestiones más serias.

Yo siempre había creído, de todas formas, que el autor de Vidas escritas debía de tener a su disposición un buen inventario de entrevistas, y le pregunté acerca de la justificación o la utilidad del género. "Como lector, he disfrutado de numerosas entrevistas. No tanto porque en ellas los escritores digan cosas muy interesantes (que a veces también), sino porque nos permiten vislumbrar un poco a las personas que fueron (hablo, claro, sobre todo de los muertos). Tengo un libro con casi todas las entrevistas que se hicieron a Faulkner, y aunque solía ser parco, uno se hace una idea bastante cabal de cómo debía de ser él en persona, un tipo de lo más grato. Por el contrario, si uno conociera a Borges sólo por sus entrevistas, tendría la idea de un hombre sin duda ingenioso pero muy frívolo, muy vanidoso y algo ‘chorras’ a veces, y perdone el casticismo. En ellas, sobre todo al final de su vida, complacía demasiado a los entrevistadores, que ya le venían pidiendo boutades y afirmaciones chocantes: en eso fue frívolo y vanidoso. Por otra parte, si uno lo piensa, a quién no le gustaría disponer de unas cuantas entrevistas con Shakespeare, o con Cervantes, o con Montaigne, no digamos con Salustio o Tácito. A mí sí, desde luego, y por tanto, en ese sentido, no puedo despreciar el género en modo alguno. Y he leído algunas en sí mismas extraordinarias como piezas periodísticas, por ejemplo, a Isak Dinesen. Y también las hay abominables y soporíferas. La cosa depende en gran medida del entrevistado, de su sentido del humor y su gracia, y en menor medida del entrevistador, aunque éste no carezca de importancia. En fin, espero no resultar, cuando menos, abominable ni soporífero."

En su mesa de escribir hay un bote para lápices y plumas. "Sherlock Holmes", se lee, y aparece la figura del personaje, pipa incluida. Le pregunté por su reputación de fetichista irredento de lo literario. "No diría yo eso, no me llamaría ni siquiera fetichista, menos aún irredento. Una cosa es sentirse estúpidamente orgulloso de poseer, qué se yo, el piyama que se ponía Flaubert los martes, o la cuchara sopera de Wordsworth, que una vez vi subastarse en Inglaterra, y francamente, jamás se me hubiera ocurrido pujar por ella. Quiero decir que son cosas en sí mismas inútiles y sin gracia, o sólo con la gracia que el fetichista encuentra en semejantes trastos engorrosos. A mí me gusta, o incluso me emociona un poco, tener un libro de Conrad firmado por él, pero en buena medida porque también me gusta tener el libro mismo, y además es un ejemplar, digamos, no del todo anónimo o que, como expresé una vez con una novela, creo, ‘es un objeto que no oculta enteramente su pasado’. O me puede gustar tener la pitillera de Conan Doyle, pero también porque, dado que fumo, puedo hacer uso de ella. En todo caso, créame, no soy un fanático de nada de esto."

Le pedí entonces que habláramos de sus libros menos recientes. Yo había leído un texto de 1989 en el que mencionaba lo que interpreté como un momento importante de su evolución: aquél, entre El hombre sentimental y Todas las almas, en que descubrió ciertas posibilidades de la primera persona. El aspecto técnico me interesaba, porque la voz narradora era, para mí, el principal hallazgo de sus tres últimas novelas. "No me acuerdo mucho", dijo Marías, "esa primera novela es de 1986 y la segunda de 1989. No creo haber descubierto ahí especiales posibilidades de la primera persona. En El siglo, de 1983, había alternado capítulos en primera y en tercera persona, una forma drástica de no renunciar a las ventajas de cada una de ellas. Es un problema que se me planteaba siempre. Con la primera tal vez ganaba en verosimilitud, o en veracidad, o en persuasión; pero en cambio limitaba mucho los conocimientos y la libertad del narrador, que es total, o puede serlo, en la tercera. En El hombre sentimental, ya en primera, empecé a experimentar fórmulas de tipo técnico que me permitieran, en primera persona, gozar de algunas de las ventajas de la tercera, y luego las he ido desarrollando. Pero creo, si acaso, que hay una mayor distancia entre El siglo y El hombre sentimental que entre ésta y Todas las almas.

Digamos que en la segunda de estas novelas me fui liberando de algunos prejuicios (míos) que había padecido en la primera de estas tres y en la anterior, El monarca del tiempo, de 1978. Pero todo esto es muy aburrido, y si lo es para mí, imagínese para el hipotético lector. Quizás puedo añadir que, tras El siglo, ya había traducido a Conrad y a Sterne, entre otros, y que noté mi ‘instrumento’ más afinado que antes, gracias al extraordinario ejercicio literario que supone la traducción, sobre todo de según qué obras." Hoy en día, insistió, la mayoría de los novelistas prescinden de cualquier aprendizaje, o lo limitan a esas escuelas y talleres normalmente infames y que no enseñan nada, porque no es posible enseñar a escribir. "O aún peor, enseñan las cosas equivocadas, insignificantes, estúpidamente artesanales o estúpidamente ‘metaliterarias’. Enseñan la convención (siempre discutible), y la buena literatura nunca es convencional, o mejor dicho, la gran literatura. Y en cambio el verdadero aprendizaje, el de la lectura y la escritura que debe acabar en la papelera o en un cajón, se desdeña. Casi todo el mundo quiere publicar lo primero que se le ha ocurrido, y a veces con grandes ínfulas. Y no todo lo que uno escribe merece la publicación, ni siquiera la lectura por parte de un amigo o de la pobre y paciente madre. Y, desde luego, hay un aprendizaje que para mí es superior al de la lectura y a cualquier otro, y es la traducción. Claro que no todo el mundo sabe dos lenguas; pero a aquellos escritores que sí las sepan y que aún estén empezando, les recomiendo que traduzcan y traduzcan y traduzcan. Autores buenos, eso sí. Y verán cómo mejoran y cómo se sueltan y pierden miedo.

Después de aquellas novelas vino Corazón tan blanco, que supuso un nuevo estado de las cosas. Su traducción al alemán, y su apreciación por Reich-Ranicki, vinieron primero; después, su publicación en Estados Unidos y una crítica reciente del New York Times Book Review, acerca de la cual también quería preguntarle a Marías. Pero fuimos por partes. "A diferencia de otras novelas mías, en las que nada preexistió a la propia escritura, aquí hubo dos elementos que la antecedieron. Uno es el contenido de la primera frase del libro. No su formulación, claro, sino lo que la frase dice y que se corresponde, tal cual, con lo que le pasó, o hizo, una mujer de mi familia, digamos de la generación de mis padres. Se casó, razonablemente feliz en apariencia, se fue de viaje de novios, y al regreso se mató como se indica en esa frase (sólo en la primera, el resto del capítulo es ya invención mía). Nadie supo por qué, o si se supo o no se contó, o si se contó ya no hay nadie vivo que pudiera saberlo ahora." Se trataba de algo que Marías había oído contar desde niño; llegó un momento en que pensó que la única manera de averiguar aquello era inventarlo. "Y en ese sentido siempre me gusta recordar que inventar, etimológicamente, del latín invenire, significa eso precisamente, averiguar, descubrir, hallar; luego descubrir e inventar no son cosas tan distintas. Pero la invención había de ser para mí convincente, y para mí no banal. Porque por ejemplo, que esa mujer se hubiera matado, cuando no había divorcio, tras descubrir en su viaje de bodas que su marido era impotente, u homosexual, pues francamente, a eso no le veía yo interés, ni tan siquiera fuerza. Digamos que una explicación así no me parecía que mereciera la pena ni ser ‘inventada’. El otro elemento preexistente a la escritura es la figura de la abuela habanera del narrador, Juan Ranz, que es un préstamo del autor a ese narrador: se corresponde exactamente con mi abuela Lola Manera, de La Habana, que me cantaba las mismas canciones que en la novela se cantan, etc."

Ahora sí: lo del New York Times. La crítica aparecía firmada por Wendy Lesser; según ellas, los personajes -se refería a los de Corazón tan blanco y Negra espalda del tiempo, pero también conocía Mañana en la batalla piensa en mí- ven el mundo "a través de una ventana". Pero (aclara enseguida la crítica) no se trata de voyeurs. ¿Qué opinaba Marías?

"El abuso de ciertas palabras ha acabado por desvirtuarlas", dijo. Para él, un voyeur es alguien que saca placer de tipo estrictamente sexual a través del personaje, a menudo clandestino, de los actos ajenos o de la desnudez ajena. "Mis personajes no creo que tengan nada de eso, o si se ven n una situación de ese tipo es más bien a su pesar. Son observadores, que es cosa bien distinta. Y si, como bien señaló Lesser, ven el mundo ‘a través de una ventana’, es porque en realidad esa es la principal manera que tenemos todos de mirar el mundo, sea en sentido literal o metafórico. Nunca sabemos mucho de los demás, ni siquiera de los más cercanos, y nos pasamos la vida mirando e interpretando. De hecho, los narradores de mis últimas cinco novelas (quizás no tanto el de Negra espalda del tiempo, pero sí los cuatro anteriores) son sobre todo eso, observadores e intérpretes, incluso en las profesiones que desempeñan. Uno interpreta música y libretos ajenos, otro enseña materias anteriores a él y además es un extranjero en Oxford, otro es directamente intérprete y traductor, el cuarto desempeña funciones de ‘negro’. Todos prestan su voz a otros, transmiten, y desde luego interpretan. Toda visión es parcial, todo relato es incompleto, hasta el de nuestra propia historia, todo lo vemos a través de una ventana, incluso cuando creemos estar en medio de la calle o en el campo de batalla." Señalé que Lesser había recordado a James y a Proust al hablar de la sintaxis de esas novelas; James y Proust, sin embargo, no se encuentran a menudo entre los comentarios de Marías; y Marías, lo sabe cualquiera, es un escritor muy dado a escribir sobre sus clásicos personales. "Bueno, quizá no he escrito directamente acerca de ellos, pero desde luego les debo mucho, a James sobre todo. Yo leí casi toda su obra, que es descomunal, a los veinte, veintiún años más o menos, y su influencia aceptada, de hecho deliberada por mi parte, es evidente en mi segunda novela, Travesía del horizonte. Y siempre fui uno de sus grandes defensores en un país que durante mucho tiempo lo ignoraba y lo despreciaba." De él, Marías había aprendido que, por larga que sea una frase o un párrafo, siempre puede dominarse ("si uno quiere hacerlo", dice) y terminarla armoniosamente. De Faulkner aprendió lo contrario, anota entonces: que a veces no hay que dominar la frase, "si es de borbotón", y que no hay por qué concluirla armoniosamente. "con Proust me ocurre algo raro, me da miedo. He leído varias veces los dos primeros volúmenes de À la recherche, luego me falta el tiempo y me interrumpo. Cuando vuelvo a ese libro empiezo siempre desde el principio, y siempre me sucede lo mismo. A veces me pregunto si es que, de leerlo entero, pensaría que no tiene el menor sentido añadir a eso una línea más. Y todavía me gusta escribir, lo suficiente, aunque en España publicar se haya convertido en algo cada vez menos apetecible y en sí mismo más desagradable."

Y, sin embargo, su actividad en torno a la publicación es diversa, y sigue ampliándose: si bien es cierto que Marías se toma el tiempo (ampliamente) necesario para sus novelas, durante mucho tiempo ha sido un columnista prolífico, y ahora ha entrado en la edición. Le pido que toquemos ambos aspectos. Marías acaba de publicar tres compilaciones de sus columnas y artículos ¿No es extraño que una sociedad asuma que cualquier opinión de ciertas personas es interesante o importante? ¿No es curioso ese culto de la firma?

"En España hay una larguísima y antiquísima tradición de novelistas o poetas escribiendo en la prensa, y me parece buena cosa, tanto para los ‘creadores’, que se obligan a mirar a su alrededor, como para la prensa y sus lectores. No le veo, por tanto, mucho de particular. Hay tal vez un exceso de ‘tuttólogos’, adaptando la palabra del italiano, que opinan sin ton ni son de cualquier cosa, con gran osadía y en gran medida para lucirse. Esa clase de columnista no me interesa nada, me revienta. Como tampoco aquellos de los que uno sabe qué van a opinar sobre el acontecimiento que sea, antes de leerles una línea, y de esos también hay muchísimos en España, articulistas predecibles, consabidos, que hacen cualquier cosa menos pensar, ni un ratito." Pero había otros magníficos, por supuesto: Savater, Azúa, Millás, en su estilo peculiar Pérez-Reverte, a menudo Aurelio Arteta, Ferlosio ("cuando se dispone de tiempo libre para leer sus ‘mini-ensayos’") y algunos más. "Y aunque parezca que no, que cuanto se lee en el diario no deja huella y se olvida enseguida, creo que ayudan a que las personas se formen más, a que adopten puntos de vista sobre su época que no son, sin más, lo que la propia época piensa por sí sola. Esos otros columnistas, en cambio, que se adornan, y que hacen gala de una ‘prosa sublime’ y de narcisismo estilístico, esos, asimismo abundantes, son tan anticuados que no sé ni cómo los lee nadie. Y de hecho no estoy muy seguro de que los lea nadie de veras."

¿Y en cuanto a su labor como editor? ¿de dónde surgió la idea y qué implicaciones ha tenido en el novelista, o qué riesgos o inseguridades ha causado? ¿Cómo ha sido, en resumidas cuentas, esa experiencia?

"Muy breve aún, y la verdad me da risa considerarme ‘editor’ por haber decidido publicar por mi cuenta y riesgo algún librillo." Cuando heredó el título de la isla de Redonda ("me da vergüenza mencionarlo abiertamente", dice Marías; "en Negra espalda del tiempo y en un par de artículos de mi libro A veces un caballero se habla de ello y allí he contado la extraña historia"), también se convirtió en heredero y propietario de los derechos literarios de la obra de sus ‘predecesores’ M. P. Shiel y John Gawsworth. "el segundo fue un personaje interesantísimo, pero un escritor más bien mediano. Shiel, en cambio, tiene bastante interés y gran capacidad estilística. Y en fin, pensé que debía intentar algo suyo en castellano, lengua en la que sólo se conocía su novela más famosa, La nube púrpura, hoy descatalogada. Así que esa fue la idea original, to keep green the original memory of Redonda and of its former kings, según se me explicó, en su momento, que sería casi mi único ‘deber’ al aceptar su extraña herencia." De momento, la aventura le había ocasionado algunas pérdidas, todavía tolerables. "Y si no aumentan mucho, pues puede que siga sacando un par de títulos al año, a lo sumo tres. Si el Reino quiebra, pues interrumpiré la cosa y ya está. Al novelista no le ha afectado en nada esta aventura editorial, creo yo. Aunque uno se da cuenta de la cantidad de tarea imperceptible que implica cada libro. Por suerte he contado con la ayuda de una gran profesional de la edición, Carme López, que me ha quitado bastantes quebraderos de cabeza en ese sentido."

Hablando de Mañana en la batalla piensa en mí, alguien cuyo nombre no recordé había mencionado la cualidad moral de la novela, y se apresuraba a aclarar el comentario: la novela trata (en parte, por lo menos) de las consecuencias de nuestros actos, de la forma en que escogemos comportamientos mínimos y vamos padeciendo -o gozando- sus consecuencias. Mencioné a John Gardner. "¿Gardner, el autor de Grendel? Porque creo que hay un autor de novelas semipoliciacas de igual nombre." Sí, el mismo: a quien Irving había fustigado hace poco por ‘legislar’ sobre el carácter moral de la literatura. ¿Qué opinaba Marías? "Para decirlo en pocas palabras: no creo que la buena literatura encierre nunca enseñanzas morales, aplicables o trasladables sin más a la vida. Es más, la literatura que busca y procura eso -que la hay, y no poca- suele ser muy mala. Ahora bien, a cualquier buen lector le interesa una literatura que, aparte de distraerlo o divertirlo, lo haga reflexionar, sobre sí mismo, sobre el mundo, viene a ser lo mismo. Y uno mismo, y el mundo, están atravesados continuamente de actitudes, o de dilemas, o de perplejidades, o de dudas morales. Y, en ese sentido, casi toda la mejor literatura suele encerrar, de una u otra forma, un ‘carácter moral’. Lo inadmisible es la lección moral, la pedagogía, la tesis, la moraleja por utilizar la vieja palabra que se aplicaba a los cuentos más pedestres. Y además, cuando hay eso, da libros tremendamente aburridos por lo general. Digamos que no me gusta la literatura parabólica (con parábolas), y de ésa estamos todavía sobrados, si se para uno a pensarlo. Autores de mucho prestigio como Saramago, Tabucchi y otros están aún inmersos en esa literatura hecha a base de parábolas y enseñanzas explicitadas, que carece de misterio. A mí me interesa poco o nada, pero mi opinión es indiferente, y no intento que prevalezca."

Marías escribe a máquina, y su desprecio o rechazo o desdén por el ordenador es más que una cuestión de anacronismo (el contraste entre la modernidad del aparato y el aspecto anticuado de casi todo escritor), como señaló alguna vez. Hay una relación -sobre la cual también ha escrito- entre el hecho de escribir a máquina y ciertos rasgos de su prosa, notablemente esa estrategia que consiste en retomar o repetir un motivo o una frase que se va cargando de significado a medida que avanza el texto. "Bueno, creo que lo que dije fue que, según tengo entendido, un ordenador permite saber al instante dónde escribió uno, antes, tal o cual frase, tal o cual palabra. Yo eso no he podido saberlo nunca, y por lo tanto he tenido que hacer un esfuerzo de memoria, he debido mantener una tensión, también narrativa, a la que seguramente han renunciado ya cuantos emplean el ordenador." Era lo mismo que ocurría con el vídeo. "Si uno sabe que tiene filmado, archivado, un instante u ocasión determinados, entonces se permite, de hecho, olvidarlos, no recordarlos personalmente, porque uno sabe que el recuerdo está a salvo, por así decir, que se puede volver a ello cuando se desee. Eso está muy bien, pero implica, las más de las veces, expulsar de la propia memoria el recuerdo verdadero. Puesto que lo tengo guardado, y tal como fue, puedo prescindir de él, a sabiendas de que puedo recuperarlo con total precisión, y aun revivirlo. Para mí, esto es casi siempre una trampa, y de hecho una frecuente renuncia a la propia, verdadera memoria, que es la que elabora a posteriori, reconsidera, interpreta, ‘se cuenta’ a sí misma lo ocurrido o vivido, da lo mismo que sea falseando o no, eso es trivial.

"Bien, en lo que usted menciona, lo que he llamado a veces un sistema de ecos o de resonancias, o algo semejante a la aparición y reaparición, nunca idéntica, de un tema, de un motivo o una melodía en una composición musical, esas frases o esas imágenes que en mis novelas más recientes se aparecen y reaparecen, tampoco idénticas casi nunca, a menudo con sentidos distintos según el momento y según el contexto, es muy probable que hubieran salido mecánicamente de haber dependido -su recuperación en mi memoria- de darle a una tecla. Y creo que en ese caso no habrían tenido ni el mismo efecto, ni, sobre todo, habrían conformado parte del proceso narrativo que las ‘convocó’ de nuevo, en diferentes páginas. En algunos autores, más jóvenes o no que yo, he visto, de hecho, una horrible imitación de ese recurso, no sé si debida a no al ordenador, pero en todo caso mecánica, innecesaria, producto de una decisión apriorística (como si hubieran pensado: ‘Mira qué bonito queda esto’), no de una exigencia interna de sus novelas. Tan horribles han sido esas imitaciones que no sé si me han dejado ya inservible el recurso, que tampoco es que yo lo haya inventado, desde luego: algo así había hecho ya Bernhard, sólo que en él las repeticiones eran eso, meras repeticiones, esperadas de hecho por el lector y que por tanto no sorprendían, y buscando casi siempre efectos de comicidad; y está sobre todo, ya digo, en la música, y causa especial emoción el reconocimiento de un tema o un motivo o una melodía, que primero escuchamos sólo al piano, luego a la cuerda, luego a la orquesta entera, siempre reconocible pero nunca idéntico, siempre con variaciones, o con iluminaciones, por así decir, de las anteriores veces, como si uno aprehendiera mejor y más cabalmente el motivo al escucharlo de nuevo, y no sólo en esa su nueva aparición, sino también en las anteriores." A veces, dijo, uno deja de utilizar recursos cuando percibe que los otros creen haberlos ‘captado’ y los malgastan o los ensucian o los trivializan. "Es una lata, a medida que uno escribe más cosas, o más recursos, o incluso ideas, ha de ir renunciando, es como si a uno se le estrechara siempre el campo, una cosa curiosa cuando se produce. Más curioso aún es que los críticos españoles nunca se enteren o nunca señalen estas ‘mímesis’, incluso si se dan en novelas muy leídas y elogiadas, como, por citar dos ejemplos (pero hay mas),La tempestad de Prada y Soldados de Salamina de Cercas."

Inevitablemente recordé otro artículo ("La muy crítica crítica", de 1999) en el que Marías exponía unas reglas de juego que, según él, serían útiles para subsanar ciertos vicios del sistema actual. Uno de los más pertinentes para el medio español ("Un novelista no debería nunca hacer crítica de novela") me llamó la atención, por el hecho de que la mayor virtud de la crítica anglosajona consiste en tener como críticos a los novelistas. ¿Qué diferencias habría entre la crítica en otras lenguas y en lengua española? "No es que sea un experto en la crítica de otros países, pero por lo que veo, creo que en España se ha perdido, incluso, la noción de lo que la crítica es, o a mí, por lo menos, me gusta que sea. Verá: si un crítico me describe un poco el libro, lo comenta un poco más y hace un juicio de valor que a menudo suena insincero, a mí esa crítica no me sirve de nada, si acaso para pensar que el libro es bueno si el juicio ha sido malo y a la inversa, según de qué crítico se trate. A mí sólo me interesa una crítica que muestre cosas de un libro que yo no soy muy capaz de ver; que me llame la atención sobre lo que no salta a la vista, por lo regular, a un lector corriente y moliente; esto es, que me ilustre, y me ayude a leer ese libro con mayor provecho que si yo fuera a él solo, por mi cuenta. Y dígame, ¿usted lee en castellano muchas reseñas que le den algo de eso? Yo no. Y sí leo en cambio, en ocasiones, algunas inglesas, alemanas, en menor caso francesas y norteamericanas, que sí me han hecho ver cosas que no habría visto yo solo." ¿Habrá sucedido eso en cuanto a sus novelas? Los críticos, ¿habrían iluminado para el lector esas historias? Algunos, al menos, han sugerido la necesidad de iluminar no la novela, sino la figura del autor; han sugerido que, para el lector de Negra espalda del tiempo, es quizás útil cierta curiosidad acerca del Marías real.

Él no está de acuerdo. "Útil no. ¿Por qué iba a ser útil? Sabemos muy poco del hombre real Shakespeare o del hombre real Cervantes, y eso no nos impide dejarnos la vista leyéndolos y releyéndolos o interpretándolos, sus textos, quiero decir. Cuando algún lector manifiesta esa curiosidad por mí y me dice que quisiera conocerme, suelo responder que el hecho de que yo esté vivo y aquí es, para un lector de mis textos, algo meramente accidental y que a lo que el tiempo pondrá remedio. De hecho tengo a veces la sensación de no estar ya vivo ni aquí, cuando escribo, y de ahí que tantas veces haya comparado el punto de vista del escritor con el del fantasma: alguien que ya no está pero no se ha ido del todo; alguien que ya no padece pero a quien lo que dejó atrás no resulta en modo alguno indiferente, hasta el punto de que no logra arrancarse enteramente de ello, y vuelve, e insiste todavía, y ronda, y aún trata de intervenir.

"Es normal, sin embargo, esa curiosidad. No es útil, pero sí comprensible. Yo he sentido esa curiosidad por Bernhard, por Nabokov, la habría sentido por Benet si no lo hubiera conocido (hablo de autores a los que, por edad, por coincidencia en el tiempo, habría podido conocer: mi curiosidad por Proust, Sterne o Montaigne es ya de otra índole, más arqueológica). Pero a veces pienso que, más que saber nada acerca de ellos, habría querido expresarles mi enorme gratitud, y eso se hace casi siempre torpemente, y el que la recibe se suele quedar sorprendido, ya que la mayoría de los escritores no esperan eso de sus lectores, escriben porque sí (o, como mucho, para lo que yo llamo ‘contar el misterio’) y no piensan que con ello estén haciendo ningún bien a nadie en particular. Uno no escribe para hacer el bien, ¿verdad? Bueno, estoy convencido de que a ninguno de los que yo admiro se le ocurrió nunca semejante ordinariez. Aunque luego resulte que ellos nos hicieron mejores."

No hay comentarios:

Publicar un comentario