jueves, 17 de noviembre de 2011

Auto de fe de Elias Canetti

Tengo mis idas y vueltas con Vargas Llosa, novelas (algunas) que me han gustado mucho, intervenciones públicas (casi todas) que me han gustado poco, pero hay una parte de su escritura que (siempre) me parece, al menos, interesante: la del escritor que reflexiona sobre otros escritores. Sus textos sobre Flaubert, Victor Hugo y Castaneda me siguen pareciendo, hoy mismo, muy entretenidos y lúcidos. No conocía este texto suyo sobre Canetti y me gustó la idea de compartirlo en el blog


AUTO DE FE de Elias Canetti

Por Mario Vargas Llosa





Canetti cuenta en sus memorias que Auto de fe nació de una imagen que, como un pequeño demonio pertinaz, lo obsesionaba: un hombre que prende fuego a su biblioteca y arde junto con sus libros. Comenzó a escribir la novela en el otoño de 1930, en la Viena deslumbrante y preapocalíptica de Broch y de Musil, de Karl Popper y de Alban Berg, como parte de una «Comedia Humana de la locura», que iba a constar de ocho historias, cada una de las cuales tendría como protagonista a un hombre desmedido, en las fronteras de la sinrazón. Del ambicioso proyecto sólo se materializó esta ficción (la que, dice, de alguna manera resumió todas las otras) centrada en torno a un excéntrico incendiario, el hombre-libro Peter Kien. Su propósito era escribir un texto «riguroso y despiadado conmigo mismo y con el lector», muy distinto de la literatura vienesa entonces en boga, de la que tenía una pobre opinión: «Me hallaba inmunizado contra todo cuanto pudiera ser agrabable o complaciente…»


Las afirmaciones de un novelista sobre su propia obra no son siempre iluminadoras; pueden ser incluso confusionistas, erróneas, porque el texto y su contexto son para él difícilmente separables y porque el autor tiende a ver en aquello que hizo lo que ambicionaba hacer (y ambas cosas, así como pueden coincidir, muchas veces divergen considerablemente). Pero estas confesiones de Canetti sobre Auto de fe —novela que, publicada en 1936, conoció primero un entusiasta reconocimiento en Europa, quedó luego enterrada en el olvido durante la guerra y la posguerra, tuvo un débil renacer en los países occidentales en los sesenta, hasta alcanzar un nuevo estrellato a partir de 1981, con el premio Nobel concedido a su autor —son útiles y ayudan al lector a orientarse por la maleza de sus páginas.


Pues Auto de fe, una de las ficciones más ambiciosas de la narrativa moderna, es también una de las más arduas, una de aquellas que, como La muerte de Virgilio de Broch o El hombre sin atributos de Musil, exigen un esfuerzo intelectual y una buena dosis de perseverancia antes de revelar al lector su sentido profundo, las claves de su complicado simbolismo.


La dificultad mayor que ofrece no es entender lo que en ella sucede sino, más bien, hacerse una idea coherente del conjunto de episodios que la componen. Éstos, aislados, son muy claros: hechos triviales o truculentos; banalidades domésticas y desmesuras visionarias; los estereotipos y clisés pequeño burgueses que surten sin tregua de la boca y la mente de un ama de llaves y las reflexiones extravagantes de un orientalista neurótico; las sórdidas brutalidades de un portero matón y las hazañas delincuentes de un enano jorobado salido del hampa; complicaciones callejeras de una absurdidad demencial, enredos burocráticos, crímenes y violencias de todo orden. Cada uno por separado, todos estos sucesos son inteligibles y están dotados de poder persuasivo. Por su concatenación, en cambio, es difícil de establecer; la relación de causa a efecto que los vincula o debería vincularlos es tan soterrada que, con frecuencia, se eclipsa. Las bruscas mudas de tono, contenido, humor y sentido entre episodio y episodio resultan a veces desconcertantes. También a este respecto es instructivo el testimonio de Canetti: «Un día se me ocurrió que el mundo no podía ya ser recreado como en las novelas de antes, es decir, desde la perspectiva de un escritor; el mundo estaba desintegrado, y sólo si se tenía el valor de mostrarlo en su desintegración era posible ofrecer de él una imagen verosímil.»


La palabra importante es aquí desintegración. El de Auto de fe es un mundo desintegrado —«Un mundo sin cabeza», «Una cabeza sin mundo» y «Un mundo en la cabeza» se titulan, adecuadamente, cada una de sus partes-y a primera vista incoherente, una amalgama de hechos y personajes cuya índole y articulación no responden a una lógica racional sino a la sola arbitrariedad artística. Su anarquía, su carácter entre grotesco y pesadillesco, las trayectorias histéricas que siguen sus sucesos, sus extraños disparates, las greguerías que salpican su texto («Se redujo tanto que al final se perdió de vista»), la atmósfera recargada, moralmente insalubre de muchas de sus páginas, no son gratuitas, desde luego. Los críticos han visto en todo ello el santo y seña, la cifra literaria, de la Europa germánica de la entreguerra, preñada de todos los demonios que precipitarían, pocos años después de escrita la novela, las catástrofes de la segunda guerra mundial.


Esta lectura de Auto de fe, como alegoría ideológica y moral, es perfectamente lícita, sin duda. El cráter de la historia, aquella imagen de la biblioteca presa de las llamas y la inmolación de su dueño, prefigura gráficamente las inquisiciones de nacionalsocialismo y la destrucción de una de las culturas más creativas de su tiempo por obra del totalitarismo nazi. Y, también, la responsabilidad que cupo en ello a muchos artistas e intelectuales que fueron cómplices de la enajenación colectiva o incapaces de detectarla y combatirla cuando se estaba gestando. Si la cultura no sirve para prevenir este género de tragedias históricas, ¿cuál es entonces su función?


Es una pregunta de total pertinencia en el caso de Peter Kien, el sinólogo de Auto de fe a quien su inmensa sabiduría —domina una docena de lenguas orientales y muchas occidentales— no le sirven literalmente de nada que pueda ser apreciado por sus contemporáneos. Porque nada de lo que sabe —de lo que aprende y piensa— revierte sobre los demás; más bien levanta una muralla de incomunicación entre él y su mundo. ¿Cuál es la razón de que se niegue a enseñar? ¿De que publique con tamaña avaricia? ¿De que viva enclaustrado en esa biblioteca de 25.000 volúmenes a la que nadie más tiene acceso? El conocimiento, para Peter Kien, no es algo que deba compartirse, un puente entre los hombres; es una manera de tomar distancia y de alcanzar una superioridad vertiginosa sobre el común de las gentes, esos analfabetos cuyo «despreciable objetivo vital es la felicidad». Peter Kien no quiere ser feliz; quiere ser sabio. Lo consigue, sin duda, pero, aunque ello tal vez alimente su soberbia, en la práctica su sabiduría no impide que sea vejado, maltratado, expulsado de su hogar y empujado a la pira por aquellos seres —el ama de llaves que desposa, el portero brutal, su hermano psiquiatra— a los que tanto desdeña. Entre las manías del sinólogo se cuenta la de jugar al ciego. No es extraño, pues, aunque sus lecturas e investigaciones le permiten moverse como por su casa entre las religiones y filosofías del Oriente, Peter Kien nunca fue capaz de ver a la ciudad en la que vivía ni a las gentes que lo rodeaban.


Si él no es una figura simpática, lo son todavía menos los otros protagonistas y comparsas de la historia. Egoístas, obtusos, ávidos, convencionales, prisioneros de un mundillo limitado por intereses abyectamente mezquinos, sólo salen de esas celdas que son sus existencias para hacer daño o ser victimados. La desintegración de este mundo obedece a la falta absoluta de solidaridad entre sus miembros, ninguno de los cuales parece alentar por los demás algún sentimiento generoso o cierta forma de lealtad. Las jerarquías son estrictas: amos y esclavos; jefes y servidores; fuertes y débiles. Las relaciones humanas sólo se establecen en un sentido vertical. Mandar u obedecer: no hay alternativa. Bajo una aparente coexistencia, la trama social está corroída por toda clase de enconos y prejuicios. Discretamente, se libran mil guerras a la vez. Los hombres desprecian a las mujeres —el machismo y el antifeminismo campean— y éstas odian a aquéllos y conspiran para arruinarlos, como Teresa Krumbholz a su marido.


El antisemitismo es una manifestación, entre otras, del odio generalizado que se profesan los ciudadanos de esta sociedad. Se trata de un sentimiento que ha gestado al personaje más pintoresco y vivaz de la novela, el enano jorobado Fischerle, jugador de ajedrez, chulo y hampón, caricatura viviente cuyos rasgos grotescos —su nariz ganchuda, su rapacidad— y su trágico fin —morir apachurrado bajo el puño de Johann Schwer cuando intenta tragarse un botón— son segregados por ese instinto cruel, discriminatorio, hambriento de violencia, que parece anidar en toda la fauna humana del libro. Aunque la novela soslaye la política no hay duda que, sobre todo leyéndola ahora, con la perspectiva que nos da la historia del pueblo alemán bajo el hechizo hitleriano y los campos de exterminio donde perecieron seis millones de judíos, Auto de fe nos parece una escalofriante metáfora de una sociedad que está a punto para caer en brazos de la sinrazón y la demagogia más fanáticas y para rodar hacia el cataclismo.


Pero ver en Auto de fe sólo una alegoría política es insuficiente y no hace justicia a la novela. Ella es, sobre todo, un mundo de ficción, una realidad paralela, soberana, con una vida propia que no es refleja de aquella, real, de la que proceden sus materiales históricos y culturales, sino algo distinto, emancipado de su modelo, del que reniega y toma distancia enfrentándole una imagen paroxística en la que las diferencias superan a las semejanzas. Se ha hablado de las afinidades de esta novela con Kafka —a quien Canetti descubrió, con deslumbramiento, mientras la estaba escribiendo— pero, salvo la obvia relación de ser ambos escritores judíos de lengua alemana, huéspedes en cierto modo de una cultura que, presa de la histeria racista, pronto los expelería como parásitos decadentes, y en cuyas obras de ficción el presentimiento de catástrofe próxima ha dejado una impronta, las distancias entre ambos me parecen considerables. En el mundo absurdo de Kafka hay una ternura soterrada y un patetismo baña a sus solitarios personajes sobre los que se desencadenan misteriosas fuerzas destructoras, que permiten al lector identificarse emocionalmente con ellos y vivir sus angustiosas peripecias como propias. Canetti mantiene a raya al lector, impidiéndole, con deliberación, ese género de vampirismo. La crueldad, banalidad, morbosidad y extravagancia que denotan sus creaturas son tales que abren un abismo difícilmente franqueable por el lector; son personajes concebidos para intrigarlo y, a ratos, maravillarlo; también, para exasperarlo, pero no para conmoverlo.


La falta de sentimentalismo es un rasgo central en Auto de fe, así como en los ensayos y el teatro de Canetti. La frialdad cerebral de sus visiones, ese extraño control que la inteligencia parece ejercer aun en los momentos de más incandescente delirio, en aquellos episodios —como la arenga de Peter Kien a sus libros, encaramado sobre una escalera, o las fantasías ajedrecísticas de Fischerle en torno a Capablanca— en los que, en la realidad ficticia, se eclipsa la frontera entre los hechos objetivos y los deseos y la vida se vuelve una fantástica aleación de ambas cosas, hacen pensar en una novela expresionista. Como en los cuadros de un Kirchner o de Dix, o como en los grabados y caricaturas de Grosz, la intensidad y los contrastes de color, la virulencia del trazo, la alteración de la perspectiva, es decir la factura formal de la obra, se adelantan hacia el lector como un espectáculo, revolucionando aquella realidad exterior que el objeto artístico aparenta representar hasta convertirla en una realidad propia, que debe más a la subjetividad y a la destreza del artista que al parecido con el modelo que lo inspiró. Una vida objetiva se percibe, sin duda, débil y lejana, recompuesta en la ficción de acuerdo al capricho y fantasías de un creador que se ha valido de aquélla para expresar a éstas. Auto de fe es, como los más logrados de estos cuadros del expresionismo alemán, una pesadilla realista.


Al mismo tiempo que los demonios de su sociedad y de su época, Canetíi se sirvió también de los que lo habitaban sólo a él. Barroco emblema de un mundo a punto de estallar, su novela es asimismo una fantasmagórica creación soberana en la que el artista ha fundido sus fobias y apetitos más íntimos con los sobresaltos y crisis que resquebrajan su mundo. Hablar de «demonios» es en su caso indispensable. Los fantasmas obsesivos, cargados de amenaza, que circulan por la novela desde su título hasta la incineración libresca del final, tienen una doble, contradictoria valencia. De un lado, ya lo hemos visto, encarnan el conformismo, la pasividad, la abdicación de una sociedad que muy pronto se convertirá en «masa». De otro, son las fuerzas y pulsiones irracionales que animan al artista y lo inducen a crear. Auto de fe, denuncia simbólica de una sociedad que se deja dominar por los peores instintos, es también una novela que reivindica orgullosamente el derecho a la obsesión.


Si los demonios colectivos son destructores, los privados, los que pueblan la secreta jaula que cada hombre arrastra consigo en su corazón, ¿no son acaso el surtidor de los deseos humanos, el combustible de la fantasía? ¿No son las raíces del arte en general y de la ficción en particular? Estos demonios individuales son los protagonistas invisibles de Auto de fe. Cada personaje luce los suyos y los sirve, con total impudor, como Peter Kien y su amor pervertido por los libros, Teresa Krumbholz y sus extrañas relaciones con esa falda azul almidonada y la urgencia incontenible que manda a Benedikt Pfaff, ese energúmeno, desbaratar a todas las mujeres.


Para que una obra de ficción lo sea, ella debe añadir al mundo, a la vida, algo que antes no existía, que sólo a partir de ella y gracias a ella formará parte de la inconmensurable realidad. Ese elemento añadido es lo que constituye la originalidad de una ficción, lo que diferencia a ésta, ontológicamente, de cualquier documento histórico. En Auto de fe, un componente mayor del elemento añadido por el artista al mundo es el haber dado carta de ciudadanía pública a los «demonios humanos», esos fantasmas que, en la vida real, hombres y mujeres mantienen ocultos en los repliegues de su intimidad y a los que sólo ocasionalmente —mediatizados en actos y gestos simbólicos— sacan a la luz. En esta ficción es al revés: los demonios de cada cual —sus obsesiones— se exhiben sin disfraces y, no importa cuan asburdos o feroces sean, todos viven para obedecerlos y acatarlos, con olímpico desprecio de las consecuencias. El malestar que nos produce la novela viene seguramente de esta inquietante verdad que se desprende de sus páginas: jos demonios que provocan los desvarios y apocalipsis sociales son los mismos que fraguan las obras maestras.



MARIO VARGAS LLOSA

viernes, 4 de noviembre de 2011

Taneda Santoka, el poeta peregrino

Siempre hablamos con algunos clientes de escritores japoneses y de lo que cuesta conseguir libros y buena información de ellos. El otro día revisando unos suplementos guardados me encontré con un texto de Guillermo Saccomanno sobre Taneda Sakeda que me pareció interesante compartir en nuestro blog. Atesoro una hermosa edición de sus haikus bajo el título de "Saborear el agua" (Hiperión) que quizás algún editor quiera volver a publicar. Este posteo no tiene otro objeto más que el de incitar a esa tarea.


TANEDA SANTOKA, EL POETA PEREGRINO.

por Guillermo Saccomanno


Un chico de once años observa cómo extraen a su madre muerta del pozo de agua de la casa. El padre, un terrateniente borracho y putañero, ha sido la causa del suicidio. Así puede empezar el camino poético de Taneda Santoka (1882-1940). “En mi principio está mi fin”, escribe en sus cuartetos T. S. Eliot. Y ésta puede ser también una explicación, de principio a fin, del camino elegido por el monje trashumante. La conjunción de monje y poeta puede resultar contradictoria, sin embargo refiere una coherencia si se entiende la vida como camino, al monje como peregrino y al poeta como responsable de una elección en la que pesan el desapego y la comprensión de la naturaleza como carente de moral. “El Cielo y la Tierra no reconocen benevolencia”, ha escrito Lao Tsé en el Tao Te Ching (según la inteligente edición a cargo de Leonor Calvera). Camino, en este caso, carece también del significado que Dante le otorga a su vida como trayecto culposo interesado en redención y recompensa. Camino en Santoka es el Tao. Y un trabajo constante con el silencio. “La abundancia de palabras pronto se agota/ lo mejor es mantenerse en el centro”, dice Lao Tsé. Por su parte, Santoka escribe: “Penetra la luz de la luna/ hasta la cocina/ Estoy solo”. La soledad que trasunta su poesía es insondable. En japonés, “luz de luna” se dice “sombra de luna”. Pues bien, Santoka escribe desde este lado de la luz, el de la sombra. Lo que explica también por qué es uno de los poetas más leídos por las nuevas generaciones japonesas post Hiroshima junto con Sinichi Isakana, más conocido como Takuboku, cuya obra, una colección de tankas, fue antologizada bajo el título “Un puñado de arena”. Al acercarnos a esta poesía cabe preguntarse cuál es el secreto de su aura en superficie enigmática, que ha inspirado, por ejemplo, a Roland Barthes, a iniciar su seminario sobre “La preparación de la novela” con un análisis del haiku que, dicho sea de paso, no logra atenuar su eurocentrismo. ¿Acaso Barthes, que proyecta su curso con Proust como paradigma novelesco, no está sugiriendo que todos los tomos de A la búsqueda del tiempo perdido pueden concentrarse en dos o tres versos? En El libro del haiku el crítico Alberto Silva define: “El haiku es algo que ocurre fuera de la lengua”. A la vez, en el haiku, como paradoja, lo que importa es la lengua, su uso, el decir que contiene el misterio y también el satori. Para la revelación es necesario un empeñoso, no forzado, desapego absoluto: “Rodeado por arbustos de té/ llevando una existencia/ anónima”, escribe Santoka insinuando que lo que cuenta es esa verdad intuida y no su propiedad intelectual. Nada más distante del Tao que los conceptos de propiedad y de intelectualidad: bloqueo total del yo y una fusión con lo cotidiano que no es antagónica con el desapego. “Cuando trabajo la tierra/ a solas/ surge una canción”, escribe Santoka.




La visión del cuerpo materno extraído del pozo atormentará al chico y complicará su vínculo con las mujeres, pero si Santoka debe elegir entre una noche de erotismo y escribir un haiku, Santoka no dudará. En su crack-up, los componentes trágicos que lo justifican no son escasos: además del suicidio materno, el derrumbe del padre y su economía, el suicidio de otro de sus hijos, el alcoholismo precoz del mismo Taneda. El padre procura diversos negocios para recuperar la posición económica, desde un almacén hasta una librería de usados, y, tratando de ayudar a su hijo, le busca una esposa y lo pone al mando de una fábrica de sake. El matrimonio y la destilería, inexorable, tienen fecha de vencimiento. No obstante, a pesar de que la suerte le falla una y otra vez, Taneda lucha contra una profecía de su abuela: “Es tu karma, decía mi abuela. Pero cuando yo lo digo significa otra cosa. Es una revelación en solitario. Después de todo, mi camino es el de seguir mi estupidez hacia el final”, escribe en su diario.

Si la poesía se transforma en sacramental, la misión del poeta consiste en el sacrilegio. Esta y no otra pareciera ser la lección hierofante de Santoka, el bonzo borracho que, en su recorrido autodestructivo, irá derrapando hasta el fin de sus días sin abandonar ni el sake ni la poesía. “Mi cuenco de mendigar/ ha aceptado/ las hojas que le han caído”, escribe. Su austeridad no es pose sino un estilo existencial. “Está lloviznando/ No hay quien lea/ la señal del camino.” Es que Santoka pide abandonar todo enfoque prejuicioso: una estética del despojamiento, eso. El mejor ejemplo, el primer haiku que inaugura esta antología: “En la más honda espesura/ de la montaña/ llegar a la desnudez”.

Al tratarse de la forma haiku, los occidentales padecemos la inequívoca tendencia de convertir esta poesía en una pagoda a la que acceden sólo elegidos. El haiku, en su compleja sencillez, conectando el uno con el todo, está ahí, al alcance de quien se le arrime.

Hay que subrayar el lúcido y ameno prólogo de Chantal Maillard, estudiosa del género, a El Monje desnudo: “Se ha dicho que el haiku es como una piedra lanzada en el estanque del espíritu del que escucha, imagen, ésta, extremadamente parecida a la que utilizó en el siglo IX el autor del primer gran Tratado de Poética que se conoce, el Dhvanayaloka o “Teoría de la resonancia”. “La palabra poética”, decía Anandavardhana en este tratado, “tiene, a diferencia de la palabra en su uso coloquial, la facultad de sugerir. La sugerencia poética semeja las ondas que se propagan concéntricamente en la superficie cuando una piedra cae en un estanque, o las que transmiten por el aire después de que el badajo haya golpeado el bronce de una campana. La resonancia alcanza el corazón del oyente y, cuanto más ancho sea el radio desde el lugar del impacto al de la recepción, tanto mayor será el espacio de resonancia. La resonancia no ha de ser entendida aquí tan sólo como connotación, es decir, como ampliación de la significación a nivel semántico por sugerencia analógica, sino también, y sobre todo, como la capacidad de modificar anímicamente al receptor y de evocar en él estados sentimentales. La resonancia tiene, más que nada, el carácter de inducción empática.” Maillard desacartona el tufito elitista que se le ha impregnado en Occidente a esta poesía. Titula su ensayo: “Orinar en la nieve”. Y así resume el irónico y desacartonado sentido existencial de la obra de Santoka, quien burla las reglas del género violentándolas al huir de la métrica convencional y reducir a veces un poema a una sola línea, con un humor a veces piadoso y otras destemplado.

Una secuencia de tres haikus narra: 1) “En la más honda espesura/ de la montaña/ llegar a la desnudez”; 2) “Un revolcón en la hierba/ Los calzoncillos/ Ya están secos”; y 3) “Libélula,/ estoy en pelotas,/ a ver dónde vas a posarte”. No hace falta demasiada perspicacia para advertir que el monje desnudo tendió a secar su calzoncillo y el lugar donde fue a posarse el insecto fueron sus genitales. “Un manotazo a una mosca/ otro a un mosquito/ y otro a mí mismo”, bromea consigo. De este modo el haiku, proponiendo que únicamente la desnudez accede a lo evidente, se ofrece como una poesía donde lo táctil y los sentidos todos tienen más trascendencia que los revoloteos metafísicos.

En su diario, Santoka anota: “Si escribiese una autobiografía tendría que comenzar de este modo: ‘Los infortunios de mi familia comenzaron con el suicidio de mi madre cuando yo tenía once años. Fue el gran acontecimiento de mi vida, tal vez el único que tuvo importancia. Mi madre no puede ser culpada. Nadie puede serlo. Si se ha de culpar a alguien, se tiene que culpar a todos. Es la condición humana a la que se tiene que culpar. Oh mi madre! Qué recuerdo’”. Pero no son en ocasiones estos autorreproches en el diario los que expresan y revelan sus sentimientos tal vez con mayor poder de síntesis y desgarramiento. Como ejemplo, dos haikus referidos a la madre, el primero escrito en el 47º aniversario de su muerte: 1) “Ofrendando fideos/ Madre / Yo también comeré”; 2) “Dientes de león cayendo,/ la muerte de mi madre,/ aquello en lo que pienso incesantemente”.

Pero Santoka, a pesar del humor con que juega con las formas tradicionales, no es jamás un improvisado. En su juventud ha estudiado Letras –habrá de contarlo en su diario– y comenzado sus primeras búsquedas literarias al publicar, en 1911, una serie de traducciones de Turgenev y Maupassant en la revista literaria Seinen. Ese mismo año, integra un grupo de poetas abocados al estudio y la experimentación del haiku. “No busco el camino de los antiguos. Busco lo que ellos buscaban”, había escrito Basho. Santoka adopta su ejemplo. Le apasiona encontrar un verso afilado que respire libertad. En este camino, no anda lejos de los transgresores occidentales de su tiempo jugados al verso libre: Eliot, Ungaretti, Apollinaire, entre otros. El siguiente poema de Pound, aunque extenso, bien podría pertenecer a Santoka: “Cuando considero detenidamente los curiosos hábitos de los perros/ me veo forzado a sacar la conclusión/ de que el hombre es el animal superior.// Pero cuando considero los curiosos hábitos del hombre,/ confieso, amigo mío, que me quedo perplejo”. Hay que destacarlo, el compromiso de Santoka con la vida lo induce al compromiso, y en lo político se hace socialista como otros jóvenes intelectuales contemporáneos: Takiji Kobayashi, el autor de Kanikosen, el pesquero, y el ya citado Takuboku. Entonces, además de todos los dramas que lo acosan, como el fracaso conyugal y el rechazo familiar, la cárcel. Al recuperar la libertad, continúa su peregrinaje solitario. En este punto, cabe recalcarlo aunque parezca obvio. Santoka no escribe sobre la soledad. El mismo es la soledad. Ejercicio de introspección que mantiene zonas de contacto con los aforismos de Wittgenstein, zonas donde la escritura poética expande lo filosófico.

En su registro sin autocompasión del desapego absoluto, Santoka describe a lo largo de los años y los poemas cómo va perdiendo los dientes: “No tengo dinero, no tengo cosas,/ No tengo dientes.../ Estoy completamente solo”. En su diario anota: “Mendigar debiera ser como las nubes fluyendo y como el agua fluyendo. Si permanezco en un lugar aunque sea por un momento, me enredo. ¡Que mi mente sea como el agua! ¡Que mi mente sea como el cielo! Me gusta el sake y también el agua. Me gustaba el sake más que el agua hasta ayer. Hoy me gusta el agua tanto como el sake. Mañana podría gustarme el agua más que el sake. A veces siento que he vivido diez años en uno. Lúcido o borracho, cada vez que escribo un poema lo hago vacío de cuerpo y mente. Es el poema quien me escribe”. También: “Me sirvo sake. Del sake sale mi poesía: ‘Sake es el haiku de la carne,/ haiku es el sake del alma’”.

“No soy otra cosa que un monje errante”, anota en el diario. “No hay nada que se pueda decir de mí excepto que soy un peregrino loco que ha gastado toda su vida de aquí para allá, como las plantas que flotan en el agua que va discurriendo de una orilla a otra. Parece patético pero he encontrado la felicidad en esta vida miserable y tranquila. El agua fluye, las nubes pasan, sin nunca pararse ni establecerse. Cuando sopla el viento, caen las hojas. Como nadan los peces o vuelan los pájaros, yo ando y ando, y sigo adelante...” En el transcurso de su vagar, no faltan los estallidos de angustia, las catástrofes mentales y un intento de suicidio. “Paso a paso, pareciéndome/ en las manías a mi padre.../ que ya no está”, escribe. Se acuesta sobre la vía de un tren. Pero la locomotora frena a tiempo. Los empleados del ferrocarril y los pasajeros lo agarran a golpes. Un bonzo lo rescata y le propone ingresar a un monasterio. “En febrero de 1929 fui ordenado monje y me convertí en residente en Mitori Kannon-do. Era una verdadera vida solitaria en el bosque, en lo que concierne a la quietud era quieta, y a la soledad era sola, tal era allí la vida.”

Pero la disciplina monástica no lo convence. Y se marcha: “He retornado al ‘mundo de la existencia’ después de una larga lucha y siento como si hubiera ‘vuelto a mi propio hogar y estuviese cómodamente sentado’. He estado a la deriva por un largo tiempo –no solamente mi cuerpo sino también mi mente–. He sufrido por cosas que debieran existir, y me he atribulado por cosas que no puedo evitar que existan, y ahora finalmente puedo estar en paz con las cosas que existen. Ahí es donde me encuentro ahora. Tanto las cosas que debieran existir y las cosas que no puedo evitar que existan, están contenidas en las cosas que existen. Cuando uno conoce las cosas que existen, conoce todas las cosas. No estoy tratando de abandonar las cosas que debieran existir, ni tampoco estoy tratando de escapar de las cosas que no puedo evitar que existan, ésta es mi actitud presente que busca entender el ‘mundo de la existencia’. Lo esencial para alguien que escribe poesía es escribir poesía en sí misma. Debo expresarme a mí mismo como poesía: es mi deber tanto como mi esperanza. Las piedras de granizo al golpear, y la convicción de que el granizo golpeándome es un azote divino. Debería encontrar la forma de expresarlo, de encontrar palabras para expresar ‘golpeando’ o ‘azotando’”, escribe en su diario en el otoño de 1934.

El deterioro, del que a veces emerge con asombro, hace su trabajo de zapa: “Profundamente emocionado/ por seguir vivo/ Es hora de remendar mis ropas”. Si bien interpreta el declive como un proceso natural, es también cierto que muchas veces Santoka zafa a través de la solidaridad de sus admiradores, que se irán volviendo legión, como habrán de serlo, en la actualidad japonesa, sus lectores. “El largo puente/ que nunca volveré a cruzar/ Viento de eternidad”, escribe. Una de las últimas entradas a su diario: “En diciembre 15, 1939, gracias a mis amigos en Matsuyama, y por las siguientes circunstancias, he decidido quedarme aquí por algún tiempo, o quizás, hasta que muera. Un buen amigo, Ichijun, me cargó sobre sus espaldas desde la posada en Dogo a esta nueva casa al pie del Mikizan. La casa está en una altura y es muy tranquila. La montaña es bella, el agua sabe bien, y la gente aquí parece ser agradable. En realidad es una casa demasiado buena para un viejo vagabundo. Es más de lo que merezco pero la he aceptado agradecido. Esta ‘casa para vagabundo’ es más hermosa y cálida que la de Yamaguchi (Gochu-an)”. Un último haiku parece indicar que ha quemado buena parte del diario: “El diario que tiré al fuego/ ¿Sólo estas cenizas?”. Y después, ¿qué? “Sin pensar en nada/ rompiendo ramitas secas”. Después también escribe este otro haiku: “Ya que las montañas están en calma /Me quito mi kasa”.

publicado en Suplemento RADAR del Diario Página/12
09-01-2011