En el último viaje a Buenos Aires me topé con un libro extraño que, vaya uno a saber la razón, creí que escondía una buena historia detrás. Apenas los libros traídos empezaron a encontrar ubicación en distintos lugares me puse a investigar sobre "El Tutú. Costumbres de Fin de Siglo" y sentí esa pequeña alegría que da el sentir la confirmación de una sospecha. Era un libro extraño con una muy buena historia detrás. Buscando me pareció que este artículo estaba bien para ser compartido en el blog de la librería.
Le roman inconnu
Erase una vez un excéntrico editor francés de nombre León Genonceaux que, allá por el año 1891, publicó un extraño libro de título Le tutu. Moeur fin de siècle, firmado por Princesa Safo y que formaba parte de un catálogo bizarro de obras de mal gusto seleccionadas con un dudoso criterio de calidad, entre las que se encontraban, para bien o para mal, Los cantos de Moldoror, del Conde de Lautréamont (pieza citada, por cierto, en el libro que nos ocupa) y los poemas de Arthur Rimbaud. Dicen que, al poco de aparecer dicha novela, Genonceaux tuvo que ponerse a correr perseguido por la justicia: las demandas de autores a los que publicaba sin permiso y las deudas contraídas no le dejaban otra opción que escabullirse (el mundo editorial, que no cambia). Le tutu, sencillamente, desapareció del mapa. A día de hoy, de la edición original, se conservan cinco ejemplares en no muy buenas condiciones. Un libro maldito. El Necronomicón. Como dirían algunos, “una grosería de Francia”, país que, y no es broma, siempre se ha preocupado por la higiene (¿dónde, sino, se iba a inventar un artefacto tan asumido por todos y tan poco utilizado como el bidé?).
En 1966, Pascal Pia citó la curiosa obra en un artículo publicado en La Quinzaine Littéraire. Fue la primera vez que se habló de ella desde su aparición. Debido al desconocimiento de su existencia, se comienza a sospechar en la posibilidad de que se trate de un engaño, siendo, afirman los incrédulos, una obra escrita en ese momento. Finalmente, en 1991, una pequeña editorial de la Gascuña la recuperó en una nueva edición, confirmando la datación original.
Le roman mystérieux
Mucho se ha hablado de la posible identidad escondida tras el seudónimo de Princesa Safo. Jean-Jacques Lefrère realizó una ardua investigación gracias a la que pudo identificar a muchos de los personajes de la novela como trasuntos de conocidos de Genonceaux. Así, el protagonista Mauri de Noirof sería álter ego del editor Maurice de Brunhoff; las madres de ambos también aparecen descritas de similar manera; Jardisse, enemigo de Mauri, encarnaría a quien en realidad era Henri d’Argis de Guillerville, autor conocido por Genonceaux y amigo, a su vez, del poeta Paul Verlaine. En base a ese racionamiento y buscando equivalencias con el entorno del editor, Pascal Pia, en el artículo citado más arriba, llegó a la conclusión de que era el propio Genonceaux quien escribió la obra, mientras que Lefrère indica que pudo ser alguno de sus allegados, escritores no reconocidos pero hábiles en su oficio.
Caca, cul, pet, pipi
La historia que se nos cuenta en El tutú. Costumbres de fin de siglo, no tiene desperdicio:
Mauri de Noirof es todo un “elemento” que pierde su virginidad en un prostíbulo para celebrar que ha obtenido el título de ingeniero sin haber estudiado nada. Al acabar su festejo, decide que necesita casarse imperiosamente, pero la única mujer que no le da asco es su madre. Mientras piensa qué hacer y dilapida el dinero familiar, se le ocurren ideas “de bombero” (tontas) para hacer mejor el mundo en el que vive. Por ejemplo, hablar abreviando las palabras a una sola sílaba, con el fin de aligerar los discursos.
Encuentra a Hermine Israël, de familia judía (como se deduce por su apellido), una mujer obesa, alcohólica y aficionada a comerse los mocos. Deciden casarse, pero sin consumar el matrimonio, no sabrían cómo ni para qué, no se desean. Lo que importa es la dote aportada por la familia de Hermine. Gracias a ella, proseguirá el despilfarro. Mauri sueña un encuentro celestial con Dios, quien acaba de salir de una juerga de 700 años con los serafines. Su paraíso imaginado es una orgía interminable.
Al poco tiempo, conoce a Mani-Mina, la monstruosidad de dos cabezas y ocho extremidades (o dos mujeres en una), con la que tendrá un abominable hijo que son cuatro (imaginen, imaginen… ) a los que Mauri deberá amamantar haciendo uso de la misma técnica utilizada por su amiga la Ponedora, que da de mamar a unas culebras gracias al ingenioso invento de Messè Malou, creador también del “humanero”: un ciprés cuyo fruto son seres humanos.
Hermine propone a Mauri presentarse a la candidatura de ministro de Obras Públicas. Crea un tren de altísima velocidad capaz de recorrer 30 kilómetros en un segundo. Le hacen ministro de Justicia y, claro, él sigue “metiendo mano”, como le confiesa a su esposa, quien decide tomarse unas vacaciones en un pueblucho en el que no pasa absolutamente nada… excepto en su cama.
Mauri sigue enamorado de su madre, participa en la inauguración-orgía de un burdel para eclesiásticos bendecido por el mismísimo Papa León XIII con la finalidad de “desinfantilizar” al clero (curioso asunto en estos tiempos actuales) y organiza con su querida progenitora suculentos encuentros íntimos en los que no hay sexo, pero sí “apetitosos” manjares: sesos podridos extraídos de cadáveres y esputos, vómitos y bilis de asmáticos y ancianos. ¿En qué acaba tal desaguisado? No seré yo quien les niegue el placer de leer las últimas páginas de El tutú y descubrir el final de esta extraña historia.
Pulp, trash, freak, gore
La obra, inmoral, juguetona, absurda, paródica y desagradable no está hecha para estómagos delicados. Difícil de digerir, produce, no obstante, un curioso efecto hipnótico. La indisciplina hacia el orden establecido, eclesiástico, político, racional del infantil y caprichoso Mauri de Noirof le permite mantener una libertad que todos deseamos, sin llegar a los extremos narrados en esta ficción, por supuesto. La atracción que se siente ante lo prohibido, lo incorrecto, lo salvaje, lo animal nos arrastra hacia la pesadilla que, sin quererlo ni beberlo (recordemos que nadie pudo volver a leer el libro hasta cien años después de su presentación), se nos muestra como antecedente de muchas invenciones literarias, pictóricas y cinematográficas. Y debería entenderse así, como creación de un visionario, más que como joya de la literatura.
Podríamos citar cientos de universos paralelos al ofrecido por Princesa Safo, muchos evidentes. Y no se trata de repetir las referencias que todos citan. Sin embargo, lo que lo hace diferente al resto es el ser una rara avis en su momento y ahora, una traviesa gamberrada, el grand guignol desmesurado que se admira o se detesta.
(¡Ah!, ¿qué no me he definido? Vaya, lo siento. Me reí, me asombré, sentí asco, repulsión, terror… ¿Cuántas otras pavadas me producen semejantes sensaciones? Pocas. El tutú es la gran pavada).
José A. Muñoz
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