sábado, 7 de mayo de 2011

Suceden cosas - Relato de Juan Carlos Margaretich

Hace unos meses pude leer en la revista El Centón un relato de Juan Carlos Margaretich que me gustó mucho y le pedí al autor si nos lo prestaba para nuestro blog. Como dijo que sí acá lo compartimos. Espero que les guste.




SUCEDEN COSAS


Hace poco, hablando con un amigo sobre la infancia, coincidíamos en que no teníamos casi recuerdos, apenas pequeños destellos en la memoria, y presumíamos que por lo tanto, al no encontrar datos traumáticos, había sido feliz. Luego me di cuenta que en ese momento, inconscientemente, había ocultado algo. Había una escena que nunca había olvidado, seguía en mi memoria, con muchos detalles. Este es el relato:

Yo había visto su rostro en una foto borrosa de la revista “Así” (la única revista que no me dejaban ni ver ni leer). Era un rostro común, quiero decir que no tenía nada de especial, o mejor dicho nada de lo que esperaba encontrar. Había escuchado a mi madre y la señora Mc Lean decir que era un monstruo. También, en la misma página de la revista vi otra foto, era (según lo que decía al pie) de una obra en construcción donde había llevado a la víctima. Este sitio quedaba cerca de la casa que tenían mis padres en Rosario, donde pasaba todos los veranos. Había sucedido ese último verano que había estado allí. La víctima era una niña y tenía la misma edad que yo, según escuché que le comentaba mi madre a la señora de Mc Lean mientras mateaban bajo el alero. Siguieron hablando de este hecho, pero yo dejé de escucharlas, tenía ganas de ir a jugar con mis amigos. “Volvé temprano, que suceden cosas”, dijo mi madre cuando me iba. Caminé los trescientos metros hasta el casco de la estancia, preguntándome ¿Qué cosas suceden?

En el camino pasé por La Manga, vi que estaban cargando camiones con terneras y novillos rumbo al matadero. No me detuve (algo que siempre hacía), seguí camino, iba a la casa de mis amigos, y con ellos fui a jugar a "El Tinglado de los Fardos”. Allí nos encontramos con otros chicos, discutimos qué íbamos a hacer y nos decidimos por lo habitual: nos dividimos en dos grupos; “policías” y “ladrones”. Hicimos “guaridas”, las edificábamos con fardos de paja seca de los que se usaban para las “camas” de los toros. Nuestras actividades, provocaban el movimiento a nuevas posiciones de los gatos que habitaban el lugar. Había una cantidad impresionante de gatos y por lo tanto también de pulgas. “Mataba”, el que disparaba primero, pero las veces que nos “matábamos” era imposible mantenernos inmóviles (como nuestro reglamento exigía), las pulgas no lo permitían; no podías quedarte “bien” muerto. A pesar de eso, cuando me tocó, me mantuve inmóvil. Sentía las pulgas por mi cuerpo, recordé lo que hablaban mi madre y la señora de Mc Lean, pensé en la muerte, recordé el rostro de la foto, el lugar, yo había pasado por ese lugar... y quizás había visto alguna vez a esa niña. Las pulgas seguían su trabajo y si me movía me “mataban” de nuevo. Yo no quería. Había aparecido en mi cabeza la idea de que si lo repetían varias veces, podría trasformarse en real. En un momento que no vi a nadie cerca, me levanté y salí del hueco de paja donde estaba. Había oscurecido. Recordé la sugerencia de mi madre mientras me rascaba frenéticamente. Las bombitas, cagadas por las moscas, apenas iluminaban. Tenía que irme, no quería jugar más. Salí del tinglado rápidamente, sin que me vieran y caminé solo, sudado y rascándome por el casco de la estancia. Pasé por el chalet principal y la administración, los únicos lugares iluminados, y me interné en las penumbras, caminando por esa ancha calle de arena que veía ahora más blanca que nunca. Evidentemente era tarde. Volvía a mi casa por el mismo lugar que me había ido, pero rodeado de sombras, y esas sombras, a cada paso, se iban transformando en lo que el miedo me iba tallando. A mitad de camino estaba La Manga, ya no había personas ni animales. Aparentemente. Durante el día, muchas veces había jugado en ella, trepándome por las instalaciones, imaginando mil cosas agradables. Pero se había convertido en otro lugar. Veía la calle de arena blanca, ancha, y a un costado: «La manga» envuelta en la oscuridad. Por primera vez pensé en la suerte de los animales que pasaban por allí. Era posible que allí habitara un monstruo.

¡Suceden cosas! Nunca explicaban nada bien. ¿Qué es lo que no dicen? ¿Era
posible que los hechos se trasladaran de lugar? Qué era posible y qué imposible, nunca lo terminaba de descifrar. De qué forma se convertía alguien en un monstruo. Comencé a correr con todo lo que me daban los pies y sin mirar hacia La manga, como si alguien o algo pudiera desde allí hipnotizarme. Sentía como la arena me caía encima pegándose en mi cuerpo sudado mientras pasaba velozmente frente a la edificación inmóvil. Corrí, hasta que vi la luz del “sol de noche” de mi casa a unos treinta metros y comencé a frenarme. Mi corazón parecía a punto de explotar. Sentí las voces de mis padres discutiendo en el interior. Eso me tranquilizó; pero no entré de inmediato, me quedé unos minutos cerca de la puerta, rascándome, mirando hacia «La Manga» y recuperando mi respiración. Hasta que mi madre preguntó preocupada desde el interior: “¿Sos vos?”. Era yo, pero no el mismo. En el mundo sucedían cosas extrañas y brutales, cuyas causas desconocía.

JUAN CARLOS MARGARETICH

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